Perdona nuestras ofensas

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Teopa

 

Alejandra Teopa

         Dicen que los velorios son despedidas muy tristes. El dolor y la añoranza se sienten por todas partes. La solemnidad del acto no deja lugar sino para hacer una reflexión, que en el caso de Rosa parece la secuencia de una película sin final. Sentada en la única silla de la choza se niega a recibir las condolencias de los amigos y vecinos. Ha pedido que no la molesten y solicita a su comadre Nabora hacerse cargo de los rezos y atender a quienes llegan a dar el pésame. No se siente en condiciones de escuchar esas palabras ni las historias sobre la bondad de su marido. Tampoco quiere la típica pregunta: “¿cómo pasó?”…

            Tenía trece años cuando fue dada en matrimonio a Justino a cambio de una yunta, una vaca y dos costales de frijol. No hubo boda ni festejo alguno, simplemente su madre la dejó en casa de su esposo y le dijo: “aquí te quedas y obedeces a tu marido en todo”. Sin decir más dio media vuelta marchándose para siempre.

            Justino era el hombre menos atractivo que ella había visto en su vida: gordo, prieto, casi tan viejo como su padre y nada gentil en su trato. No era rico ni tenía influencias en el pueblo; apenas había juntado para pagar las cosas que ofrecería a cambio de una esposa como es la costumbre en la montaña tlapaneca.

            Los rezos se vuelven un canto rítmico en los oídos de Rosa, como una melodía amarga que la va llenando de rabia al oír su propia voz aquella primera noche al lado de su marido. La tumbó en el catre. Apagó las velas. Le arrancó el vestido, los calzones y se le subió sin dejarla siquiera respirar. Las manos toscas y rasposas le recorrían el cuerpo mientras la mole de encima se movía en espasmos desesperados por obtener placer y aunque sólo fueron unos minutos, a ella le parecieron una eternidad. Sólo dejó de rezar al oír sus escandalosos ronquidos.

            La comadre Nabora reparte jarros humeantes con café y su chorrito de aguardiente. Éste nunca debía faltar en el jacal de Justino. Así lo aprendió Rosa desde los primeros días viviendo con él. Su madre le había enseñado las labores de la casa sin embargo, por alguna razón, él nunca estaba satisfecho con lo que ella hacía: la comida insípida, la ropa mal cosida, el baño muy caliente… Cada falla traía consigo una golpiza, pero nada comparado a cuando se quedaba sin trago, entonces sí la sangraba y le dejaba serias marcas en el cuerpo. Y aún así, en las noches, otra vez se le subía a pesar de las protestas de ella – “qué, ¿no quieres que te perdone?” – le replicaba.

            El cortejo avanza despacio hacia el cementerio. Las mujeres lloran, los hombres con gesto taciturno y melancólico cargan el féretro mientras Rosa le sigue detrás, tal y como lo hiciera antes, siempre detrás de él. Pocas veces se les vio juntos por la calle. Alguna visita de compromiso, una vez al médico cuando estuvo embarazada y los domingos cuando su esposo se dignaba llevarla a misa.  Justino caminaba a paso veloz como si tuviera prisa y ella lo seguía dos pasos atrás para que nadie dudara que aquella era su mujer.

Los hombres bajan cuidadosamente el ataúd. En su gesto hay una mezcla de temor y respeto. Rosa lo mira por última vez y recuerda aquel día cuando le anunció que estaba embarazada. Los ojos de él brillaron y externó algo parecido a una sonrisa. Un hijo le llenaría de orgullo pues aunque ya la Lupe y la Concha habían tenido hijos suyos, esperaba ansioso al heredero legítimo. Sin embargo esta condición no impidió que continuaran las palizas y violaciones a su mujer.

            -“Tierra somos y a la tierra volvemos” repite el sacerdote mientras desciende la caja con el cuerpo de Justino. Las mujeres entonan cantos religiosos. Rosa permanece en silencio. No puede rezar. El llanto contenido durante tanto tiempo estalla. La comadre Nabora se acerca para abrazarla y consolarla. Son lágrimas cargadas de rabia y dolor. Cierra los ojos y siente el puño enardecido de su esposo que se descarga sobre su cuerpo recién parido.

– “¿Una niña?. Cómo chingaos se te ocurre. Yo soy muy hombre ¿entiendes? Yo quiero machitos, no viejas. ‘ora verás pa’ que aprendas” – Le repetía con cada puñetazo. Y todavía enfurecido se acercó a la bebé que lloraba desconsolada. El primer golpe fue en la cara…

            Las paladas de tierra chocan con la tapa de madera al compás de los golpes que Justino dejaba caer en el cuerpecito de su hija. Al fin la niña dejó de llorar. La madre también. Su cuerpo aún débil y cansado no pudo contener la ira de su marido. Lo vio salir rumbo al monte para tirar el cuerpo. Cuando volvió, a la mañana siguiente, ya había contado a todos que el niño había nacido muerto. Ni siquiera aceptó el pésame de sus amigos.

            Esa misma noche Rosa no esperó los gritos de Justino para que se le sirviera la cena. Apenas le oyó llegar, se levantó con el cuerpo molido pero serena, sin llanto. Calentó los frijoles y preparó la masa para echar las tortillas regándola generosamente con el líquido para fumigar la cosecha. Él no lo notó, tampoco percibió el sabor. Comió bastantes para reponer las energías gastadas.

Ella sólo lo miraba con el rostro lleno de paz.

 

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