Aquiles Córdova Morán
Hoy me sumo con entusiasmo a la campaña nacional de denuncia y protesta de los antorchistas ante la pasividad total del gobierno poblano, que encabeza el Lic. José Antonio Gali Fayad, en el asesinato de Manuel Hernández Pasión, Presidente Municipal de Huitzilan de Serdán, Puebla. Tal como lo denuncian mis compañeros en todo el país, ha pasado ya bastante más de un mes del crimen sin que las autoridades poblanas hayan hecho nada visible o comprobable para detener y castigar a los asesinos.
Sin embargo, por respeto a la verdad, a la opinión pública y a mí mismo, en ese orden de importancia, quiero precisar algunos puntos esenciales sobre la cuestión que me ocupa. Como dije en un artículo anterior, a estas alturas nosotros, los antorchistas poblanos, sabemos con absoluta certeza quién es el asesino directo de Manuel, quiénes son los que lo acompañaron, quiénes participaron en la logística de la emboscada y quién organizó y financió el complot que acabó con su vida. Además sabemos, por haberlo oído de la boca misma de los funcionarios respectivos, que ellos y el señor Gobernador del estado saben todo lo que nosotros sabemos y, muy probablemente, bastante más que eso. Hay razones de sobra, por tanto, para preguntar: ¿por qué no se procede a detener a los responsables? ¿Quién los protege y por qué? ¿No está incurriendo el Gobierno poblano en el delito de encubrimiento?
Volviendo a las precisiones, aclaro que entre los nombres que he dicho que conocemos, no figuran el de Alonso Aco ni el del cura José Martín Hernández. Lo que los antorchistas sostenemos es que, desde el principio, ambos personajes se manifestaron públicamente como enemigos feroces e irreconciliables de Manuel y de la organización antorchista a la que sabían que pertenecía. La guerra de calumnias, incriminaciones graves, insultos personales e incitaciones descaradas a la población para que se alzara violentamente contra Manuel que ellos desataron, fue verdaderamente atroz, asfixiante, ininterrumpida y amplificada por todos los medios posibles. Llegó incluso a los medios electrónicos y a las páginas de cierta prensa poblana, conocida por su permanente guerra sucia contra el antorchismo y los antorchistas. Ahí, en las páginas de esa prensa, está la prueba de lo que digo, e incluso la prueba de las amenazas de muerte lanzadas por Aco contra los líderes antorchistas, y no hay manera de que las borren por más malabares verbales que se inventen. Por eso afirmamos que ellos abonaron el terreno para el asesinato de Manuel, y que no es mucho bordar en el vacío suponer que formaron parte del complot que lo ejecutó. Nada más, pero nada menos.
Sigamos. A poco que se analice el contenido de los ataques de esta mancuerna, a poco que se conozca o se documente seriamente lo hecho por Manuel, y más aún lo hecho por el antorchismo en Huitzilan (obras de gran visibilidad y de gran impacto que han cambiado, literalmente, el rostro de todo el municipio); a poco, finalmente, que se compare este inmenso trabajo con lo hecho por el cura Hernández y los Aco, tradicionales señores de horca y cuchillo en toda la Sierra Nororiental poblana, surgirá necesariamente la pregunta lógica: ¿cuál fue, o es, la causa de la feroz campaña excrementicia de Aco y Martín Hernández? ¿En qué los perjudicaba o qué daño les hacía el trabajo de Manuel? ¿Cuál era su superior propuesta de gobierno para llevar a Huitzilan por un camino mejor? ¡En nada! ¡Ninguna! Ésa es la respuesta a tales cuestiones. Por tanto, se puede asegurar que todo se reduce al propósito de recuperar a sangre y fuego el poder en Huitzilan, palanca indispensable para volver a hacer de los indígenas las bestias de carga que en el pasado les llenaron de oro los bolsillos. Aquí, es necesario decir algo sobre el vergonzoso espectáculo que Alonso Aco, el cura Hernández y un puñado de huitziltecos (curiosamente, la mayoría de ellos gente joven que, por su edad, no vivieron en carne propia el sangriento pasado de su pueblo, infierno del que los ayudó a salir el Movimiento Antorchista Nacional) montaron en la Cámara de Diputados. Fue una verdadera revelación la seguridad y el tono arrogante y sentencioso de Aco ante los micrófonos; y más todavía oírlo “acusar” a los antorchistas del asesinato de cuatro presidentes municipales huitziltecos (dos en funciones y dos ya fuera del cargo), antiguos compañeros suyos. Para respaldar su absurda infamia, dio cátedra de sociología del crimen: esa es la forma en que actúan las mafias, y los antorchistas son una mafia. Lo afirmo yo, dijo Alonso Aco.
De pronto tuve la sensación de tener en frente, no a un simple cacique de nuestros días, sino a un auténtico encomendero dueño de esclavos de la época colonial. En efecto, hace falta contar con la inmensa fortuna y el respaldo incondicional de todo el aparato del Estado con que contaban aquellos esclavistas, para atreverse a decir tales despropósitos nada menos que en el recinto mismo donde se elaboran las leyes que rigen la vida nacional. Se necesita, además, un gran desprecio por la inteligencia de los demás, por su capacidad de discernimiento y por la información veraz de que pudieran disponer, para “denunciar” la muerte de los presidentes antorchistas y callar olímpicamente, al mismo tiempo, el hecho de que, al menos en el caso de Ignacio Gómez Cipriano, el culpable intelectual resultó ser nada menos su tío carnal, Jerónimo Aco, quien purgó condena de cárcel por ello. No quiero discutir la calificación de Alonso Aco en materia de mafias; acepto sin dificultad que en ese terreno sabe mucho más que yo. Pero no creo inútil recordarle que no hay, en el mundo entero, ninguna mafia que cuente con millones de afiliados, cuyos actos todos estén sujetos a la ley y al escrutinio público, y pueda mostrar resultados como los que presenta Antorcha en Huitzilan de Serdán. Las mafias son grupos pequeños, cerrados, que actúan en la oscuridad y que amasan riqueza por caminos no siempre confesables, razón por la cual prefieren negarla y ocultarla. Así vistas las cosas, me parece que tiene más de mafia el grupito de caciques al que pertenece Alonso Aco que el Movimiento Antorchista.
Respecto al absurdo de que somos los verdaderos asesinos de nuestros compañeros, quiero precisar lo siguiente. Es verdad que en los largos años de trabajo de Antorcha en Huitzilan, varios amigos que al principio nos ayudaron y trabajaron por la causa común, más tarde, por una razón u otra, se alejaron de nosotros, aunque ninguno, que yo sepa, se volvió enemigo frontal de nuestra lucha. Este fue el caso de Ramírez Velázquez Gobierno, uno de los dos ex presidentes asesinados. Sabedores de esto, sus asesinos (y al parecer también su viuda) corrieron el rumor de que sus verdugos eran los antorchistas huitziltecos. La acusación llegó hasta la Procuraduría de Justicia poblana, la cual ordenó la exhumación del cadáver para comprobar o desechar la versión de la viuda sobre las causas de su muerte, diligencia que se llevó a cabo puntualmente con la plena colaboración de los antorchistas. ¿Y cuál fue el resultado? Que la versión de los inconformes resultó falsa y el expediente, al menos en ese aspecto, quedó concluido. Sobre el otro ex presidente occiso, Francisco Luna Gobierno, jamás hubo distanciamiento con él, que yo sepa, y ha sido para mí una total sorpresa oír a un hijo suyo culparnos de su muerte. Y una última palabra sobre los jóvenes huitziltecos que acompañaron a Alonso Aco en la farsa ya mencionada. Repito que su juventud seguramente les impidió conocer en vivo la tragedia de su pueblo. Eso facilita la labor de cualquier manipulador sucio, como el cura Hernández y Alonso Aco, para convencerlos de que lo blanco es negro y viceversa. Pero hay otro factor que explicaría su odio hacia los antorchistas: la conocida inercia emocional sobre el carácter hereditario del poder entre los pueblos indígenas, muy arraigada en ellos por cierto, aunque tal vez nunca racionalizada y menos verbalizada por ellos. Sobre esta base, es fácil convencer a los hijos de quienes han gobernado alguna vez de que el poder les corresponde a ellos por derecho propio, derecho que les han usurpado por los antorchistas. Así se explica que su demanda, claramente expresada, no fuera la de justicia para sus padres asesinados, sino la de que el gobierno expulse a los antorchistas de Huitzilan, que los “libere” de su nefasta dictadura.
Al plantear esto, los jóvenes indígenas están planteando, sin saberlo, la verdadera demanda de Aco y del cura Hernández. Son ellos, en realidad, quienes sueñan con la salida de Antorcha de Huitzilan, porque saben que, de ocurrir esto, el poder y la economía del municipio caerían en sus manos como fruta madura. Es aquí donde se contesta con toda lógica la pregunta sobre la causa de fondo de los ataques en contra de Manuel y en contra de Antorcha, ataques que, no hay que olvidarlo, incluyeron amenazas de muerte, como lo denunció oportunamente el vocero de Antorcha en Puebla, el periodista Aquiles Montaño Brito (ver artículo publicado en “El Heraldo de Puebla” con fecha 15 de enero de 2016). Y es también aquí donde se ve la racionalidad de los antorchistas al sostener que Alonso Aco y el cura Hernández no son ajenos al asesinato de Manuel. Nadie más beneficiado que ellos con su muerte.
Sea como fuere, Antorcha no se arroga, nunca lo ha hecho, el papel de fiscal, juez, y verdugo inapelable en sus propias causas. Lo que exigimos es muy claro y legítimo: que se detenga a los verdaderos asesinos de Manuel, plenamente identificados por nosotros y por las autoridades respectivas y, a partir de allí, que se sacuda en serio todo el árbol para que caigan los frutos podridos. Es seguro que nos llevaríamos más de una sorpresa. El gobierno de Puebla tiene que hacer justicia esta vez. Antorcha no quiere jugar a las vencidas con nadie; nunca ha sido ese nuestro deporte favorito; pero la actual campaña nacional de denuncia y protesta es el primer paso de muchos que estamos decididos a dar hasta que se haga plena justicia en el caso de Manuel. Sabemos que de no ocurrir esto, la vida de todos nosotros correrá grave peligro, y no estamos dispuestos a vivir con esa espada de Damocles sobre nuestras cabezas. Que conste.