Las Islas Marías, “El Infierno del Pacífico”

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  • Concebida como Colonia Penal y Complejo Penitenciario
  • A más de un siglo de su creación, sólo una pesadilla para 3 mil reos
  • Supuesta fortaleza inexpugnable, pero también se han dado fugas
  • María Madre, María Cleofas, María Magdalena e islote San Juanico
  • Un sacerdote católico ofició 37 años como reo voluntario; al morir lo enterraron junto a su mejor amigo, un sanguinario criminal 
  • La colonia penitenciaria de las Islas Marías, nació, como todas las cárceles, ante la necesidad de solucionar problemas tan añejos como sobrepoblación, hacinamiento, autogobierno y, sobre todo, la nunca alcanzada readaptación social, pese a haber pagado su deuda con la sociedad

José Sánchez López

REPORTAJE ESPECIAL

En principio, gracias a la férrea disciplina del modelo carcelario y a una honestidad a toda prueba del personal, se logró, en parte, el objetivo primordial, pero como en todas las prisiones con el paso del tiempo, los intereses creados y la corrupción de los carceleros, se terminó de tajo con lo que alguna vez funcionó como una verdadera colonia carcelaria.  

 CUÁNDO Y CÓMO NACEN LAS ISLAS MARÍAS

El 27 de julio de 1532, Diego Hurtado de Mendoza, enviado de Hernán Cortés de Monroy y Pizarro Altamirano, descubrió en el Océano Pacífico un pequeño archipiélago formado por tres islas y un islote: las “Magdalenas” les llamaban en aquellos tiempos, pero luego serían rebautizadas como María Cleofas, María Magdalena, María Madre y San Juanito.

En su libro “María Madre”, el político y escritor Juan de Dios Bojórquez León, señala que en aquellas fechas, Francisco Cortés de San Buenaventura, gobernador de Colima, había enviado una expedición de conquista rumbo al Norte y que a su regreso, fue cuando ambos descubrieron las islas. Sin embargo Cortés se limitó a consignar el descubrimiento sin ordenar una exploración.

En otro documento fechado el 18 de febrero de 1531, recopilado por Francisco del Paso y Troncoso, se narra que fue Nuño Beltrán de Guzmán quien ordenó preparar dos barcos para explorar las islas recién descubiertas, pero sus órdenes no pudieron ser ejecutadas, ya que la Audiencia había ordenado que las dos naves se entregaran a Hernán Cortés.

Fue hasta 1857, cuando Vicente Álvarez de la Rosa, rentó las islas a José Ignacio Gregorio Comonfort de los Ríos, entonces gobernador de la Nación, pero las perdió por incumplimiento de contrato. En mayo de ese mismo año, le fueron dadas en propiedad a José López Uranga, como recompensa a sus servicios, sin embargo le fueron confiscadas cuando éste decidió servir al Imperio.

López Uranga se acogió a una Ley de Amnistía y le fueron devueltas en 1878, pero un año después las vendió a Manuel Carpena en 45 mil pesos, quien inició la explotación de las islas, trabajando las salinas y sacando maderas preciosas.

Al morir Manuel Carpena, su viuda Gila Azcona, las vendió en enero de 1905 al gobierno federal en 150 mil pesos y el 12 de mayo de ese mismo año, por Decreto el Presidente José de Jesús Porfirio Díaz Mori, se destinaron para lo que sería la primera y única Colonia Penal.

De esa manera nacerían “Las Marías”, como son llamadas en el argot del hampa, ubicadas en el Océano Pacífico, a la altura de San Blas, en Nayarit. La de mayor superficie es la Isla Madre, después, por su tamaño le siguen las islas María Magdalena, María Cleofas y el islote de San Juanito, que por ser el más pequeño no fue considerado para destinarlo como penal.

Dos años después, en 1907, ya vivían en la isla María Madre 190 reclusos y un profesor. En esa época, “Las Marías” estaban destinadas únicamente para albergar a los delincuentes y criminales más peligrosos, pero junto con su familia, a fin de evitar la desintegración familiar y, sobre todo, en aras de lograr una verdadera reinserción social.

Y efectivamente, durante tres años, aproximadamente, se pudo hacer que los presidiarios más peligrosos, los asesinos más despiadados y sanguinarios, pudieran convivir, si no en armonía completa, sí con respeto a los demás presos y sobre todo a sus familias, ya que era una cárcel sin rejas, era una colonia más, donde reclusos y familiares de éstos podían vivir en paz.

Su primer director-gobernador, fue el general de brigada Rafael M. Pedrajo, en cuya gestión se construyó el hospital, las escuelas, el almacén, la biblioteca, el muelle y ordenó que el penal se transformara en una cárcel sin rejas, donde ya no había presos con uniforme, sino colonos libres hasta en su manera de vestir.

En aquellos tiempos, los que ingresaban a las Islas Marías debían cumplir con ciertos requisitos: tener una condena mínima de dos años, no pertenecer a grupos delictivos organizados, tener entre 20 y 50 años, estar sanos física y mentalmente, ser personas de bajos ingresos y no haber sido procesados por delitos sexuales o considerados como psicópatas.

Los presos trabajaban los siete días de la semana para sufragar sus gastos y los de su familia, en actividades como la agricultura, carpintería, ganadería, porcicultura, acuacultura, apicultura, actividades manuales y la pesca.

No obstante, al concluir la lucha armada de 1910, el gobierno decidió encarcelar allí a los rebeldes derrotados, a los políticos opositores a su régimen, bajo órdenes precisas de hacerles entender que había sido un error haberlos enfrentado.

Fue entonces cuando la situación cambió diametralmente para los presos y recomenzaron las historias de malos tratos y torturas hacia los reclusos, pero ya no sólo hacia los presos políticos, sino a la población penal en general, y así se mantuvo durante más de medio siglo.

“Las Marías” se habían convertido en el exilio ideal para quienes representaban un riesgo para el gobierno en el poder.

Para 1970, el presidente Luis Echeverría Álvarez viajó al penal donde recibió cientos de quejas sobre maltrato, torturas y una mala y escasa alimentación.

En teoría el mandatario tomó cartas en el asunto, pero las cosas siguieron igual y desde entonces se ha pretendido cambiar, infructuosamente, el perfil de dicho penal.

En la actualidad ya no es la colonia penal planeada, pese a que ahora le llaman Complejo Penitenciario y consta de cinco Centros Federales de Readaptación Social: Rehilete, Aserradero, Morelos, Laguna del Toro y Bugambilias.

En dichos centros habitan, además de los sentenciados, principalmente en la Isla María Madre, empleados de la Secretaría de Educación Pública, Secretaría de Medio Ambiente, Secretaría de Comunicaciones y Transportes, Correos de México y de la Secretaría de Marina Armada de México, asignados para el trabajo carcelario.

Otro tipo de habitantes son aquellos que desarrollan actividades religiosas, entre ellas, ministros y acólitos de la Iglesia Católica, hermanas religiosas de la Orden del Servicio Social, Jesuitas (Compañía de Jesús en México), maestros, capacitadores técnicos y artísticos, y familiares de todos los anteriores que están como voluntarios..

En este rubro, tuvo un lugar especial el sacerdote católico Juan Manuel Martínez Macías, mejor conocido como “El Padre Trampitas”, que vivió como voluntario 37 años en las Islas Marías, donde reposan sus restos, pero de este personaje nos ocuparemos ampliamente líneas adelante.

Entre los prisioneros notables que albergaron las Islas Marías, figuraron; María Concepción Acevedo de la Llata, mejor conocida como “La Madre Conchita”, una religiosa acusada de ser la autora intelectual del asesinato del entonces presidente Álvaro Obregón Salido, el famoso “Manco de Celaya”.

José Maximiliano Revueltas Sánchez, escritor y activista de ideología comunista, cuyas obras más famosas fueron “El Apando”, inspirado en las mazmorras del Palacio Negro de Lecumberri y “Luto Humano”.

José Valentín Vázquez Manrique, alias “Pancho Valentino”, un luchador profesional que asesinó a un sacerdote católico, por lo que a partir de entonces lo llamaron “El Matacuras” y que estuvo a punto de asesinar al padre “Trampitas”.

El general Ricardo Martínez Perea, acusado de mantener vínculos con el Cártel del Golfo, aunque entre la misma tropa se habló que su encarcelamiento fue una venganza personal por pugnas al interior del Ejército.

Jorge Hernández Castillo, “El Wama”, el reo con más tiempo de reclusión en las Islas Marías: 57 años.

Lo detuvieron en 1961, cuando tenía 20 años, por un homicidio que, asegura, no cometió, pero que tuvo que aceptar luego de ser interrogado “científicamente”. Fue enviado a la Penitenciaría de Lecumberri donde se hizo adicto a la heroína, que consumió durante 16 años.

En ese lapso, para poder sobrevivir y conseguir la droga, se convirtió en “pagador”, esto es echarse la culpa de delitos cometidos por otros reos. Antes de ser enviado a las Islas María, llegó acumular una pena de 99 años con ocho meses por culpas ajenas.

En un recorrido que hizo la investigadora Catalina Pérez Correa por las Islas Marías, tras un motín en el que participaron más de 600 reclusos, plasmó cuál es la realidad de cómo viven actualmente los reos que dejaron de ser colonos.

En su movimiento de protesta, los reclusos demandaban mejor alimentación, mejor atención médica y un cese a los severos castigos impuestos por el personal de custodia.

Tras el trabajo de Pérez Correa, quedó más que claro que las Islas Marías ya no son el paraíso penitenciario que siguen ofreciendo las autoridades carcelarias, cuando en un tiempo fue una colonia penitenciaria en la que los presos vivían en casas junto con sus familias y trabajaban para mantenerse y sostener a su familia.

Pero la situación no cambió, todo siguió siendo igual. Los carceleros, desde el más alto nivel hasta los celadores han sido, y son los amos y señores de las islas.

Empero, la islas fueron haciéndose inviables al proyecto porque los presos eran liberados y volvían a tierra firme junto con sus familiares, en tanto que las autoridades habían dejado de mandar nuevos internos de tal manera que las islas fueron quedando casi desiertas.

Las casas que habían construido los mismos reos terminaron en el abandono, desmanteladas, además de que las carencias de los servicios básicos se agudizaron por lo que paulatinamente se convirtieron en islas fantasmas.

En el 2006 había 900 presos en todas las islas, pero cuando el presidente Felipe Calderón Hinojosa asumió la Presidencia de la República, dijo que daría nueva vida al proyecto del Porfiriato, con la construcción de nuevos centros y el traslado masivo de presos.

De esa manera la población aumentó en más de 8 mil internos, sólo que las reglas cambiaron; dejaron de ser colonos para volver a ser reos, ahora tienen que vestir el uniforme carcelario, que ya no era obligatorio; viven en dormitorios donde hay hacinados hasta 200 internos, cuando anteriormente lo ocupaban 20 y se tienen que ajustar a estrictos horarios y rutinas.

Laguna del Toro, uno de los cinco centros que ahora conforman el “Complejo Penitenciario”, es el que más carencias tiene en términos de servicios e infraestructura: mala comida, escasez de agua potable y bebible, imposición de castigos extremos y no reglamentados y la falta de medicamentos, además de la falta de trabajo y actividades educativas, deportivas y múltiples dificultades para recibir la visita de familiares.

El agua para beber no está debidamente tratada por lo que es de color café, contiene sal y causa enfermedades gastrointestinales; el agua para el aseo es racionada a 20 litros de agua (dos cubetas por interno al día), que les debe alcanzar para que laven su ropa, se bañen, le jalen a los sanitarios y se laven las manos.

En el Centro Morelos hay una población penal de más de 2 mil 500 hombres. Las cocinas, administradas por una empresa privada, preparan, en teoría, tres comidas diarias para cada interno pero difícilmente llegan a comer dos veces al día, regularmente es sólo una vez, además de que los internos la consideran muy mala.

En lo que corresponde a las visitas, para que los familiares puedan ver a su interno, primero deben ser aprobados por el Consejo. El proceso lleva un plazo mínimo de 6 meses, en el que los familiares tienen que entregar una serie de documentos. Una vez aprobada la visita, se realiza un sorteo para decidir qué internos y cuando pueden recibir visita.

Los lugares en el barco son contados, así como los espacios para recibir a los familiares en la Isla, que deben viajar hasta el puerto de Mazatlán para abordar el barco de la Marina que llega una sola vez a la semana. Una vez en la Isla, cada familiar es sometido a una inspección rigurosa que implica la revisión de su equipaje y de su cuerpo.

Cada prenda es inspeccionada y el visitante, ya sea hombre o mujer, debe desnudarse totalmente para mostrar que no trae artículos de contrabando; muchas veces son objeto de manoseos por parte de los vigilantes.

Las visitas deben permanecer una semana en la Isla y volver con el barco al concluir la semana.

Los costos del viaje resultan impagables para muchos. Algunas familias, arruinadas por el proceso penal y por la pérdida de un ingreso por parte del interno, no pueden costear el viaje o ausentarse de sus casas por tanto tiempo. Otros, no logran cumplir con los complicados tramites que exige la institución.

A veces, simplemente no consiguen los documentos necesarios y muchos de los internos optan por no someter a sus familiares al viaje y lo que implica la visita. Ello explica porque el 90% de los reos dicen no haber recibido visitas nunca.

Si el propósito principal de la pena fuera, como lo establece la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, la reinserción social, resulta cuestionable un sistema penitenciario que obliga a los internos a romper de manera definitiva con los lazos familiares. Un sistema que aísla a las personas de sus seres queridos y sus relaciones sociales, que además los maltrata y denigra difícilmente es un sistema orientado a lograr este propósito.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación, establece que uno de los derechos de los reos es el purgar su pena cerca de sus comunidades, pero eso es letra muerta para las autoridades penitenciarias federales que envían más y más presos a las islas.

FUGAS DE LA “INEXPUGNABLE” FORTALEZA

José Revueltas describe las islas como una prisión con muros de agua, infestada de tiburones que son los más fieros guardianes para impedir cualquier fuga, sin embargo aún de ese lugar se han dado varias escapatorias.

A principios de 1989, las autoridades de las islas dieron por muerto al recluso Carlos Miralrio Mujica. Ese fue el reporte oficial y no hubo mayor explicación, sin embargo en septiembre de 1990 dicha versión rodó por tierra, al publicar su captura un medio de circulación.

Según los antecedentes de Miralrio Mujica, llegó el 2 de agosto de 1988 a las Islas Marías. Había estado internado en el Reclusorio Sur por robo y lesiones, pero no se llamaba Carlos, sino David Cortes Quintero.

Sin embargo se descubrió su verdadera identidad y porque había fingido ser otra persona: había asesinado a dos hombres, uno de ellos era policía. Lo sentenciaron a 26 años y fue enviado a las Islas Marías.

Al llegar a la colonia penitenciaria, puso en práctica una de sus mejores habilidades, hacerla de trovador: tocando la guitarra y cantando, con tan buena suerte que le simpatizó al director en turno, todo un bohemio, que lo hizo personaje infaltable para amenizar sus fiestas y celebraciones.

A fines del año de 1989, el director lo mando llamar. Había organizado su fiesta decembrina y quería que él tocara y cantara. Sin embargo no fue una fiestecita, fue una bacanal en la que tanto el director como los demás funcionarios, terminaron en calidad de bultos.

Según la averiguación 4ª/1330/990-06, Carlos se aprovechó de eso y se hizo de bolsas de plástico de varios tamaños, cajas de cerillos, un encendedor, un machete, un cuchillo, y otros implementos. Salió de la Isla Madre hacia la Isla Magdalena. Después, en una balsa que fabricó con quiotes, se dirigió  hacia la Isla Cleofas y luego hasta el Puerto de San Blas en otra balsa.

Para ello rompió unas hieleras y se amarró las tapas al pecho. En las bolsas de plástico metió  los cerillos, el  encendedor y algo de comida sobrante de la fiesta y se arrojó al mar. Cuando veía cerca los tiburones se quedaba quieto, como si fuera una tabla, para que no le hicieran nada.

Ello le llevó una travesía de 13 días, hasta que después, vía terrestre, llegó al Distrito Federal, hoy Ciudad de México. Los directivos del penal lo dieron por muerto y así lo informaron a sus familiares. Por eso, cuando Carlos llegó a su casa no lo podían creer, estaban frente a un muerto.

Posteriormente se reunió con José Malfavón Espinosa, uno de sus amigos, al que conoció años atrás en la penitenciaría de Santa Martha Acatitla y llevaron a cabo el robo de famosos cuadros y figuras religiosas en el Convento de Regina Coeli, situado en Bolívar y San Jerónimo, en pleno Centro Histórico de la capital de la República Mexicana.

Tiempo después, los agentes de la procuraduría capitalina dieron con el comprador de uno de los cuadros, prosiguieron con sus pesquisas y así llegaron hasta los  ladrones. Carlos fue detenido en la colonia Obrera, llevaba una pistola 9 milímetros.

Nuevamente dio un nombre falso, pero al verificar sus antecedentes, descubrieron que “el muerto”, según reporte de los directivos de las Islas Marías, estaba más vivo que nunca.

Pero no fue la única evasión de las temibles Islas Marías.

Adrián Martínez Gómez, fue trasladado a las Islas Marías tras la masacre del 19 de febrero del 2012 en el Cereso de Apodaca, donde 44 reos fueron asesinados y 37 más escaparon.

Fue sujeto a proceso y el juez de la causa, desde mayo del 2012, hizo varios requerimientos a la dirección del penal para realizar diligencias en torno al caso, pero no hubo respuesta. Los oficios siguieron llegando a los directivos de las islas que simplemente no contestaban.

Finalmente, el 11 de diciembre de 2016, es decir, tres años y siete meses después de que Adrián había sido requerido una y otra vez, el Juez Primero de lo Penal fue informado que Adrián estaba “desaparecido” desde el 7 de mayo del 2012.

En este caso no se supo cómo pudo escaparse Adrián o si murió en el intento, ya que nunca se volvió a saber de él.

EL PADRE “TRAMPITAS”, TODO UN PERSONAJE EN LAS ISLAS

“Nada te turbe, nada te espante, miéntales la madre y sigue adelante”, fue el lema principal, a manera de jaculatoria, del sacerdote católico Juan Manuel Martínez Macías, quien profesó su sacerdocio a lo largo de 37 años, en el penal de las Islas Marías, al que llegó como voluntario.

Juan Manuel y varios de sus amigos eran conocidos por su actitud violenta y anticlerical. No era extraño verle en conflictos con la Iglesia, inclusive llegó a golpear a Juan María Navarrete, quien llegaría a ser obispo de Sonora.

Pero su gran golpe, en el que participarían sus amigos, sería volar la Catedral de Aguascalientes.

Cuando todo estaba a punto de ejecutarse, a tan solo nueve días, la madre de Juan Manuel descubrió unos papeles que le comprometían y que detallaban lo que había planeado.

Su madre, llorando, le dijo: “te quiero mucho hijo, pero al mismo tiempo te odio porque eres enemigo de Dios”. A lo que respondió que sabía lo que iba a hacer y que seguramente le costaría la vida.

La mujer simplemente le respondió: “y ¿para qué quieres la vida si no la das por Cristo?”.

La frase le caló hondó, a tal grado que decidió entregarse a Cristo, pero tuvo que irse a estudiar a los Estados Unidos, con los jesuitas porque no podía estudiar para sacerdote en México, ya que si lo veían en el seminario, no faltaría que alguien dijera que estaba planeando algo en contra de la Iglesia Católica.

Luego de haberse ordenado como sacerdote en la Unión Americana, el padre Juan Manuel Martínez regresó a México, pero no quiso profesar en un templo católico común, dijo que consagraría su vida a aquellos que estuvieran privados de su libertad y, voluntariamente, pidió ser uno más de los reos en las Islas Marías, sin distingos, sin diferencias, tan sólo un preso más, pero entregado a predicar la palabra de Dios.

Su llegada, pero sobre todo de aceptación no fueron fáciles. Se trataba de hombres que decían haber sido olvidados de Dios, de sanguinarios criminales que lo menos que querían era acogerse al poder divino.

Así, de pronto, Juan Manuel se vio ante hampones y delincuentes a los que no podía dirigirse como lo hacía con los feligreses comunes. Aprendió que tenía que combinar las bendiciones con las mentadas de madre, las amenazas de ex comunión si no oían misa, si no se arrepentían, pero aun así, poco a poco fue imponiéndose a la singular grey.

Cada vez que flaqueaba en su labor y pretendía desistir de su tarea evangelizadora, recordaba las palabras de su madre: “¿Para qué quieres la vida, si no la das por Cristo?”

Al referirse a sus compañeros de presidio, decía: “Son un poco malitos, un poco ladroncitos, un poco matoncitos, pero también son hijos de Dios…” y aclaraba que para convencerlos de ir a misa, tenía que recurrir a toda clase de estratagemas, de ahí que los presos comenzaron a llamarle: “El Padre Trampitas”.

En ese lugar conoció a José Ortiz Muñoz, alias “El Sapo”, apodo que le impusieron por sus características físicas, ya que era chaparro, gordo y de ojos saltones. Fue condenado inicialmente a 28 años de cárcel y después a 40 más, tras el asesinato de Isidro Martínez García, un migrante cubano ultimado a puñaladas.

Se trataba de uno de los delincuentes más crueles y sanguinarios de su tiempo, a quien se le atribuían, sin comprobar, más de 100 asesinatos, siendo su primera víctima un compañero de escuela a quien le clavó en el pecho un compás.

Trascendió que “El Sapo” estaba al servicio del gobierno, para hacer algunos trabajos cuya finalidad era acabar con los enemigos de algunos generales post revolucionarios, para lo cual lo dotaron con el mejor armamento.

En cierta ocasión, Ortiz Muñoz llevaba una ametralladora que disparó indiscriminadamente sobre los integrantes de una marcha de inconformes, lo que derivó en decenas de muertos.

En cierta ocasión, el ya entonces “Padre Trampitas” y “El Sapo” coincidieron en el cementerio del penal, cerca de la tumba de uno de los pocos amigos del despiadado criminal. Ambos se sentaron sobre un sepulcro y el sacerdote le preguntó si quería confesarse.

-Sí, respondió José.

-¿Cuáles son tus pecados”, le preguntó.

-¡Todos! fue la respuesta de Ortiz Muñoz.

El sacerdote le preguntó qué oraciones sabía rezar para darle una penitencia, pero “El Sapo” respondió que ninguna.

–“No te preocupes, yo haré la penitencia por ti, pero me gustaría que este domingo asistieras a Misa”, dijo el ministro de Dios y desde aquél día “El Sapo” aprendió a rezar, jamás faltó a Misa y ambos se volvieron grandes amigos.

José nunca dejaba un enorme machete con el que se defendía, hasta que lo convenció el cura de dejarlo, ya que si iba a cambiar tenía que hacerlo de manera completa.

Así lo hizo José, pero al verlo desarmado y con una actitud diferente, sus enemigos que no eran pocos, le tendieron una celada y los destrozaron a machetazos.

El padre Juan Manuel se sintió en parte culpable de la muerte del “Sapo”, por lo que pidió que al morir fuera sepultado junto con su amigo.

A los 87 años de edad, los padecimientos del padre Juan Manuel se recrudecieron por lo que fue llevado a Guadalajara, Jalisco para que lo atendieran, pero finalmente murió en dicha ciudad.

De acuerdo a su última voluntad, Juan Manuel fue devuelto a las Islas Marías donde, entre muchas otras tumbas, figuran las de “El Sapo” y la del “Padre Trampitas”.

Pero antes, “El Padre Trampitas”, además de su misión sacerdotal, en la pequeña capilla del penal más grande de México, ayudó a que muchas personas y sus familias se adaptaran a un nuevo modelo de vida y se habla de miles de bautizados y convertidos a la fe cristiana.

Otro de los cientos de anécdotas que se contaban del “Padre Trampitas” fue el de José Valentín Vázquez Manrique, José Izquierdo Domínguez, José Manrique Vázquez o Sergio Montes de Oca, mejor conocido como “Pancho Valentino”, un luchador profesional que asesinó por estrangulamiento a un sacerdote católico en una iglesia de la colonia Roma.

Cuando llegó a las Islas Marías, se presentó así ante el Padre Trampitas:

–“Yo soy Pancho Valentino, el matacuras, ¡eh!”.

–“Pues yo soy el Padre Trampas, mejor conocido como el que mata a los matacuras, y no te me enchueques porque te lleva la chingada”.

Por muchos años no se hablaron.

Todas las mañanas “El Padre Trampitas” pasaba cerca de aquel hombre y lo saludaba: –“Buenos días Pancho”, a lo que éste sólo lo miraba despectivamente y escupía al suelo.

Cierto día un preso fue a buscarlo para decirle que “Pancho Valentino” le había pedido que lo ayudara a matar al cura.

–“Ándese con cuidado, padre, el Pancho lo quiere matar”.

Ese mismo día, después del toque de queda, a las 8 de la noche, “El “Matacuras” fue a buscar al sacerdote y le ordenó que saliera. Éste lo siguió sin cuestionarlo, seguro de que esa noche iba a morir.

No hizo ningún intento por pedir auxilio, pues para él era un honor morir por Dios y en la cárcel. Sólo ofreció su vida por la salvación de todos los internos de aquel penal.

Llegaron hasta la capilla y entonces Pancho Valentino comenzó a carcajearse. Volteaba para todos lados con un rostro desfigurado y se burlaba del sacerdote.

Cansado de tantas blasfemias, “El Padre Trampitas” se armó de valor y le dijo: “Termina ya Pancho, ya sé a lo que vienes, mátame como mataste a mi hermano sacerdote”.

Pancho se quedó inmóvil y sus ojos se fijaron en la imagen de la Virgen de Guadalupe. Después de varios minutos rompió en llanto y en exclamaciones.

–“Ya no Virgencita, ya no, por favor”, dijo y corrió hacia el Sagrario. Desesperado, golpeaba el piso y gritaba “ya no, ya no quiero matar, perdóname, Señor. Si quieres quítame la vida, pero perdóname, por favor, ya no quiero matar”.

Después salió corriendo de la capilla y se perdió.

Al día siguiente fue nuevamente a buscar al sacerdote, pero ya no para amenazarlo con matarle, sino para confesarse. Después comulgó y a partir de ese momento todos los días iba a la iglesia y participaba de las celebraciones, pero siempre de rodillas.

Nunca más atacó a nadie y todos los viernes se iba a un cerro y subía y bajaba con una cruz de 70 kilos que hizo él mismo, con madera de un árbol llamado “palo negro”, hasta que finalmente murió por enfermedad.

Ese fue, sin duda, uno de los personajes más peculiares que vivieron en las famosas Islas Marías, que a 113 años de su creación, perdió su concepción original, como colonia penitenciaria y actualmente están convertidas en otra de las 358 prisiones que existen en México, con las mismas carencias, vicios y prácticas ancestrales que las convierten en “universidades del crimen”, jamás en los pomposamente llamados “Centros de Readaptación Social”.

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