Vladimir Galeana
Uno de los dos peores males que presenta la administración pública Federal, además de las locales, está, sin lugar a dudas, en ese cáncer que corroe las entrañas del sistema político mexicano llamado corrupción. Y no es que esté descubriendo el hilo negro, porque el otro se llama incompetencia, y la suma de los dos han propiciado el desastre que tenemos como país con más de la mitad de nuestra población en situación de pobreza, y que desde la etapa de la Revolución Mexicana ha sido un cáncer de difícil erradicación.
El problema es que esa corrupción se ha convertido en una tradición y es practicada desde los altos cargos hasta los nimios; aunque la diferencia es que arriba se acumulan enormes capitales, mientras abajo se cobran cuotas por disminuir horarios, cobros por justificar faltas y otorgar permisos extemporáneos, por subir en el escalafón, y muchas cosas más que día con día se presentan. El problema de la corrupción, tenemos que aceptarlo, es un mal endémico del sistema político mexicano.
Desconozco si Andrés Manuel López Obrador tenga la firme decisión de arrancar de tajo la corrupción, y por mucho que siga remarcando que él no es corrupto, habrá que señalar que quien permite que se integren a su equipo de colaboradores elementos que tienen antecedentes de corrupción es porque o mantiene complicidades con ellos, o simplemente porque no hay de donde escoger y se opta por los menos malos. Aunque en el caso de los hombres y mujeres que lo acompañan, existe una larga lista de elementos muy malos y con una enorme estela de corrupción.
Pero al considerar aquello de que los corruptos del ayer han sido limpiados por el hombre que todo lo dispone, lo perdona y limpia, tendremos que otorgar el beneficio de la duda a esos hombres y mujeres que en el pasado se distinguieron por hurtar el dinero público y el ajeno, por aquello de las pensiones hurtadas en Texcoco, y que ahora han sido redimidos y perdonados por quien, desde hace tiempo, decidió asumirse como el adalid de la decencia y de la honorabilidad.
Si el señor Andrés Manuel López Obrador pretende erradicar de tajo cualquier tipo de corrupción, no basta con imponer penas severas que determinen muchos años de encierro a quien se preste a ese tipo de componendas, porque habrá a quienes se quiera perdonar como ha ocurrido en el pasado. La tentación autoritaria pudiera estar presente ante acusaciones a los principales elementos de un gabinete que, hasta ahora, cuenta con el favor del líder máximo, pero que en el pasado también participaron en los procesos de la corrupción y construyeron cuantiosas fortunas al amparo del poder.
Si de verdad se trata de castigar a los corruptos, se debe construir una Fiscalía Especial para el Combate a la Corrupción que tenga autonomía propia y un Consejo Ciudadano que avale cada una de sus acciones. De no hacerlo así, tanto la Procuraduría General de la República como la fiscalía que se determine serán un ejemplo más de impunidad y una pantomima hecha a la medida para cambiar costumbres, modos y conductas, para seguir simulando y que todo siga igual. López Obrador tiene la oportunidad de hacer historia, y eso dependerá de la verdad de sus intenciones. Al tiempo.