In memoriam para quienes se han ido en la cuarentena 2020
El Miedo
Recién comenzaba ese año 2020, los aires de febrero y las jacarandas en flor anunciaban como telón de fondo que pronto la primavera irrumpiría. Marzo estaba dispuesto a entrar con su sol radiante. Sin embargo, el Miedo llegó precedido del ulular de un viento atípico, de conferencias sobre medidas de salud, estadísticas de muertes y una cuarentena que inició a pocas horas del primer solsticio del año.
Sí, el miedo llegó y se instaló como nuevo receptor de una pandemia que pocos entendían y otros no miraban. Su cómoda inserción en la ciudad inició en los jóvenes. Ellos no se detendrían por el anuncio de un virus contagioso. No, ellos tienen mucho que hacer en los antros, en sus motos y bicicletas y continuaron saliendo para reír, fumar, beber y encontrase con el sexo opuesto. Ellos tenían tanto que vivir y siguieron, no lo vieron.
Se sentó cómodamente en la sala de una familia donde el abuelo murió de una complicación respiratoria y los hijos y los nietos no quisieron llevarlo a un hospital para que no lo etiquetaran con aquel virus de moda y lo fueran a matar ahí. Pero el miedo se apoderó de ellos ante la incertidumbre de no saber exactamente de qué murió su abuelo querido. Un frío intenso los abrazó esa noche de dolor.
Se asomó cada madrugada en la madre anciana cuyas hijas se encuentran viviendo en otra ciudad a donde ya no pudo llegar, pues las líneas aéreas también cerraron. Cada noche el insomnio ganaba la batalla pensando en quién compraría sus víveres y medicinas si no tenía que salir como lo pedía el gobierno. Las noches se le antojaba eternas mientras rezaba o recordaba alguna canción de su juventud. Pensar en su muerte no le preocupaba tanto como el hecho de no volver a ver a sus nietos, de no volver a jugar y reír con ellos. Tejió e hilvanó a la luz de aquel miedo que se encerró junto con ella.
Se abrazó vigoroso a los vendedores de aquel tianguis acostumbrados a salir de madrugada y regresar de noche a sus casas, cubriendo cada día de la semana una calle o una avenida diferente, pintando de colores y vida cada puesto levantado a priori. No, ellos no se iban a quedar en casa, nunca lo hacen, ni cuando llueve o hay terremotos. Su sueldo y supervivencia depende de las ventas, así que sin cubrebocas y abrazados a ese miedo salieron una y otra vez, como lo habían hecho antes y lo hicieron ahora, aunque no había risas ni gritos de puesto a puesto. Y así se quedaron silenciosos cuando dos de ellos murieron, un matrimonio de la tercera edad que nunca faltaba a la cita en cada tianguis de la ciudad.
Salió del brazo del dueño de aquel puesto de tacos, don Juan, que no cerraba más que el día de la Navidad y el Año Nuevo. No iba este virus a romper con su rutina, así que cuando las autoridades le pidieron cerrar porque el índice de contagios colocó a la ciudad en semáforo rojo, sobornó al funcionario en turno para continuar sonriente vendiendo sus tacos, rodeado de gente minuto a minuto, y cuando por fin se llegaba el momento de cerrar, salía de nuevo por su calle a saludar a cada vecino que pasaba, a los del camión de basura, a los patrulleros que bien le conocían. No, él no iba a caer en las argucias del gobierno para quedarse en casa y sentir como el miedo le recorría desde la nuca y le cerraba la garganta.
Cercenó la de por sí vida marginal de aquel grupo de indigentes. Ahora tenían que quedarse acurrucados entre jirones de ropa y bolsas de plástico en la esquina de cualquier calle. No entendían, en medio de los humos del inhalante, porqué la abuelita que siempre les obsequiaba un plato de comida no se había vuelto a parar por ahí. Lo preguntaban por las mañanas, cuando parsimoniosamente levantaban en un ritual aprendido el tendido donde dormían. A veces una luz fugaz en su cerebro carcomido por las drogas y el alcohol les avisaba que algo andaba mal y sus entrañas se contraían presas del miedo.
Se instaló en las pupilas de aquel hombre de la tercera edad que detrás del cristal de un cuarto de hospital recibió la noticia de que estaba contagiado. No había podido dejar de trabajar y todos los días desde el inicio de la cuarentena salió puntualmente a la fábrica para no ser despedido y entonces sí, de qué viviría su familia. Cuando comenzó a tener fiebre y le faltó el aire su esposa lo llevó al hospital. Aquel hombre no alcanzaba a entender la especie de neblina que lo invadió y una soledad atroz le hizo preguntar si volvería a ver a su familia. Fue la última pregunta que se hizo antes de ser intubado.
Corrió veloz por la espalda de aquella mujer que desesperada llevó a su hermano a uno de los hospitales donde los mandaron al no contar con servicio médico y luego de que una patrulla los auxiliara. Su hermano era desempleado, así que no tenían muchas opciones de atención médica. Mientras esperaba el diagnóstico de su familiar, ella se quedó mirando desde el pasillo el lúgubre desfile de cadáveres envueltos en aquel plástico blanco, cargados por personal vestido también de blanco en trajes salidos de una película de ciencia ficción y seguidos por un hombre que se le antojó una especie de monaguillo que detrás de la fila de cuerpos inertes iba desinfectando con un líquido el pasillo aquel con rumbo a algún crematorio. El frío la envolvió y le heló los huesos.
Hay quienes le hablan al miedo en susurros, para no alertarlo y los encuentre. Hay quienes le miran a la cara y simplemente le piden que los acompañe para saber que siguen vivos.
Susana Marquina (con la tenue luz de la luna en la cuarentena de 2020) (Fotografía DW)