Como todos los días, salió muy temprano para hacer las compras en la central de abasto de la ciudad. Se levantó más temprano que de costumbre pues debía hacer un recorrido más tardado debido a las medidas que se estaban tomando por una epidemia que recién habían descubierto y que, según las noticias, podría causar la muerte de miles de personas.
Suponía que todo aquello era necesario, como lavarse las manos y aplicar gel constantemente. No ponía en duda esas determinaciones, pero se preguntaba si la gente del gobierno sabía a quién iban dirigidas esas medidas, ya que ella era comerciante y en el puesto de verduras y frutas que atendía desde hace más de diez años era imposible lavarse las manos, ya que vendía en una de las aceras de su colonia.
Así que sólo se ponía el cubrebocas pidiendo a sus santos que la cuidaran de todo mal, sobre todo la Virgen de Juquila, su principal patrona a la que todos los días al levantarse le rezaba y le encendía una veladora frente del pequeño altar que tenía en el cuarto que servía de recámara y sala a la vez. Susurraba para hacerse oír como en un ambiente íntimo que solo la virgen y ella tenían. Pedía, como todos los días, que su esposo Juan dejara de tomar, que ya no se jalara a su hijo Martín y que ambos dejaran el vicio, ya últimamente les había dado por el aguardiente porque era más barato.
Le pedía a la Virgen con tal fuerza y devoción que terminaba llorando, imaginando el día en que ambos estuvieran bien y sin tomar, ayudándola a trabajar y a poner el puesto. Se santiguaba y terminaba de peinarse, se ponía su viejo delantal para enseguida entrar al cuarto de la cocina donde ponía agua a calentar para hacerles los huevos tibios que como desayuno tomarían tanto el marido como su hijo. Se los dejaba servidos con la sal y el limón, junto a una botella de cerveza para cada uno, ya que era la forma en que según ellos se curaban la resaca del día anterior.
Una vez terminadas estas tareas que realizaba todos los días como un ritual bien aprendido, salía de la vecindad aún de noche, sólo alumbrada su silueta por los focos que había afuera de algunas de las casas. Caminaba rápido para llegar a la avenida y tomar el microbús que la llevaría hasta la Merced, donde compraba por mayoreo lo que necesitaba para el puesto.
A pesar de ser muy temprano ya había gente que regateaba sobre cajas y costales de jitomate, papa, limones. Ella no compraba por cajas a menos que fueran de aquellas verduras o frutas que estaban casi por echarse a perder, lo que le permitía un cierto margen de ganancia al ofrecerlas en su puesto.
Poco a poco las grandes bolsas que llevaba se fueron llenando y tuvo que pedir a uno de los cargadores que le ayudaran con su diablito para que la acompañara al microbús y subiera todas las cosas que había comprado. Con todo amontado en una esquina se sentó a observar como algunas personas llevaban cubrebocas. Todos estaban en silencio y con la mirada perdida. A diferencia de algunas semanas atrás, las calles de la ciudad lucían vacías, las escuelas habían parado, lo mismo que muchas fábricas y bancos, así como las tiendas departamentales. Eso había dicho el gobierno: parar todas las actividades que se pudieran. Día con día desde hace cerca de un mes había bajado el número de personas en la calle. Ella también resentía en las ventas la poca afluencia de gente. No vendía ni la mitad de lo que vendía en un día normal.
Su mirada también se perdió en el vacío, como el resto de los pasajeros. Por más paradas que hacía el chofer en cada esquina, nadie más subió durante el trayecto a la base. Marisol pensó que esa epidemia era muy fuerte si podía hacer que todo parara.
Por fin llegó a su casa y salió ya con el puesto para montarlo. En ese momento, aunque somnolientos, Juan y Martín ya estaban de pie, se movían como en cámara lenta y ni siquiera se habían peinado. Traían la ropa arrugada de dormir con ella durante varias noches. Aun así, en silencio comenzaron a cargar las bolsas y el puesto aun desarmado para llegar a la esquina donde siempre se ponían a vender.
Una vez terminado de colocar todo, como en un acto reflejo el marido y el hijo se sentaron en cuclillas y mientras ella comenzaba a despachar a la poca gente que se acercaba, ellos comenzaron a sacar de una bolsa tortillas, unos cuantos chiles y queso, y de una bolsa de papel una botella de aguardiente que ambos vieron como un premio al esfuerzo de haber colocado el puesto. Para ambos todo lo demás dejó de existir.
Para Marisol la escena era totalmente familiar. Durante los últimos tres años prácticamente no hablaban entre los tres, ella preocupada más por tener que darles de comer, ellos como pequeños a los cuales cuidaba una madre abnegada. Sin embargo, atendía amable y sonriente a su clientela. Una de ellas le preguntó si estaba siguiendo las indicaciones de prevención y cuidado, si sabía que aquella epidemia podía ser fatal para quienes no tuvieran servicio médico. Marisol sólo encogió los hombros y sonrió señalando el puesto, a pleno sol en la calle, cubierto apenas con una lona toda raída que le protegía del sol ardiente en esa época del año.
(Fotografía Gestión)
En la radio que llevaba con ella para no aburrirse durante los momentos que no había clientes, Marisol sintonizó las noticias. Desde hacía tres semanas llevaba la cuenta de cuantos contagiados y cuantos habían muerto por la epidemia. Le había agarrado el gusto a escuchar la conferencia del subsecretario aquel de salud, se imaginaba que era una persona que sabía mucho y que le interesaba la gente, podía escuchar como con palabras sencillas les decía lo que deberían hacer para salir lo mejor librados de aquello. Ella lo escuchaba embelesada y pensaba que seguramente era una buena persona a la que, si pudiera, le haría caso en todo, pero como no podía, una vez terminada la conferencia volvía a la realidad y con ello a ver el número de botellas de aguardiente que ahora estaban vacías sobre la banqueta mientras que los dos hombres de la casa yacían tirados, dormitando bajo el calor del día. Sonrió melancólica para sus adentros y pensó en lo último que el subsecretario de salud había dicho: esta es la última oportunidad. ¡por favor quédate en casa!
Susana Marquina