Los invisibles de la ciudad

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Por Nidia Sánchez

La vida en Rosa

Camino y con frecuencia me detengo a observar personas, cosas, lugares, que cuentan historias en silencio. Hay quienes prefieren ignorar ciertas imágenes, haciendo una selección al centrarse solo en lo que les interesa o lo que creemos que realmente tiene importancia.

Me parecía estar frente a una filmación de una película de los años 50´, donde un hombre sentado en la banqueta leía un viejo periódico, el aspecto descuidado evidenciaba su vida en la calle, sorprendía un tenis de modelo distinto en cada pie, de colores llamativos, total que hasta él se las había ingeniado para no andar descalzo. La vida nos sorprende de muchas formas, su imagen ha quedado grabada como una postal en mi memoria. 

Confieso mi tendencia a contemplar lo que casi nadie quiere ver, a los que viven en la calle a prueba de toda clase de inclemencias, por voluntad o azares del infortunado destino, porque algún día tuvieron una vida con trabajo, casa y familia, ver en los rostros vivos de esta y cualquier ciudad a “Los olvidados”, de la película de Luis Buñuel.

Mientras recorría el centro de esta antigua ciudad Azteca, vi otra escena de un personaje que dormía en la banqueta atrás de la Catedral, donde se acomodaba unos pedazos de cartón como almohada. El sol se asomaba esplendoroso, cosa sin importancia porque la sombra lo cobijaba. Supuse que había aprendido a no prestar atención a los pasos y a las conversaciones de quienes pasaban por el lugar.

Repentinamente otro ser salió al paso, tenía quizá unos 20 años, cierta gracia al caminar dentro de una pijama percudida de un dinosaurio, se veía despreocupado y hasta feliz comiendo un pan atravesando la calle, mientras un par de mujeres enfurecidas que iban de compras, habían gritado vituperios a dos policías que nos les permitieron el acceso sobre la calle Moneda, invitándolas a que tomaran otra vía para llegar a Correo Mayor.

Dadas las circunstancias había que caminar un poco más. Hay muchos mundos deambulando por doquier. Sobre la zona del Templo Mayor, se apostaba un organillero con el uniforme de la tropa de Pacho Villa, que tocaba las mañanitas en aquella reliquia aquilatada por quienes viven de él, su compañero pedía una moneda a los que pasaban por el lugar “con lo que guste cooperar”, decía con insistencia, daban la impresión de ser una calcomanía en movimiento, invisibles para la mayoría de transeúntes.

Así de calle a calle muchas historias saltan como pelotas que rebotan de un lado a otro, es solo que para muchos son inexistentes o acaso molestan, son almas al borde de la sobrevivencia que gritan ser parte de la sociedad.

La humanidad es así, ha existido y después de dos mil años, pese al confinamiento global, no hay hogar para ellos que no sean las calles del mundo.

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