María Esther Carrillo Rodríguez
Las políticas del gobierno en los años 70 dejaron de lado los ferrocarriles y dieron prioridad a las autopistas. Poco a poco, viajar en tren quedó en el olvido. Hoy, la imaginación nos llevará a un paseo ferroviario de San Lázaro a Cuautla
“Cada tramo de vía que va uno recorriendo hoy, sabe que no lo va a transitar jamás”. Con estas palabras, el señor Joel Martiniano sellaba el destino del tren que iba de la capital del país a Cuautla, Morelos.
Era octubre de 1973. En un par de décadas, los viajes en ferrocarril prácticamente desaparecerán de México y se dará prioridad a los traslados en autobús.
Hoy, estimado lector o lectora, le invitamos a usar la imaginación para abordar el tren que conectó a la estación San Lázaro con el estado de Morelos, un ramal de vía angosta del Ferrocarril Interoceánico, proyecto ferroviario en principio europeo que intentó conectar los dos puertos más importantes del país: Veracruz y Acapulco.
Si bien la ruta fue lugar de sucesos históricos e intervinieron personajes memorables, esta vez privilegiaremos a las voces cotidianas, esas que la recorrieron durante casi un siglo.
Por ser una ruta de ferrocarril de vía angosta, los trenes de pasajeros eran pequeños y la vía medía 91 centímetros de ancho. Según Alfredo Nieves, jefe de la Mapoteca y Planoteca del Centro Nacional para la Preservación del Patrimonio Cultural Ferrocarrilero, los anchos de vía tenían que ver con las empresas constructoras: las europeas privilegiaron las angostas y las estadounidenses, las de vía ancha.
En la jerga popular, este ramal se conoció como “el tren de juguete”. El convoy de tres carros transportaba alrededor de 60 personas por vagón y en ocasiones llevaba uno adicional para grandes bultos.
Nuestro viaje comienza en San Lázaro, la estación ferroviaria ubicada en el oriente de la ciudad la cual, según el cronista Ignacio M. Altamirano, favoreció al marginado barrio:
“Una cosa moderna se levanta allí; la civilización ha venido a plantar su estandarte también en medio del este rincón inculto y salvaje que parece la llaga de la gran metrópoli. Es el ferrocarril”, escribió.
El escritor continúa: “Las estaciones se levantan airosas y risueñas, haciendo descansar la vista de tanta miseria y de tanto horror. La locomotora agita su penacho de humo y lanza su grito agudo y simpático que va a despertar al perro que duerme el sueño del hambre en el basurero”.
La estación era muy grande. Según recuerda Rosa Lara, vendedora de flores en el Mercado de Jamaica, había un jardín y dentro del edificio una zona de espera con una pieza en forma de luna donde se vendían los boletos. Según relata, en el sitio dormían tanto viajeros como personas en situación de calle, por lo que era fácil contraer piojos y chinches.
Cuando era niña, doña Rosa acompañaba a su mamá a vender hierbas (manzanilla, muicle, ruda, romero y otras) en la calle de Santa Escuela, cerca de la Merced. Ambas abordaban el tren en la estación de su pueblo, Ozumba, a eso de las seis de la tarde y llegaban a San Lázaro a la una de la madrugada.
Madre e hija permanecían en la estación hasta las cinco de la mañana, cuando llegaban los diableros quienes llevaban su mercancía (manojitos envueltos en una manta y luego en un costal) a su punto de venta.
Los boletos se compraban en la estación y ya en el convoy, un inspector los revisaba y les hacía un hoyito, corroborando que se había pagado conforme a la distancia que se recorrería.
El ramal San Lázaro-Cuautla pasaba por los “pueblos del volcán”. Pertenecía al gran Ferrocarril Interoceánico que conectaba la capital del país con Guerrero y Veracruz. Los trenes de pasajeros eran pequeños como sus vías de 91 centímetros de anchura.
Los compartimentos de los carros eran muy pequeños como para resguardar bultos y paquetes. Estos últimos se guardaban en un vagón especial llamado “carro exprés”, donde se registraban y se les colgaba una etiqueta para ser identificados por su dueño.
Era muy importante hacerlo de esta forma. De no ser así podía suceder lo que vivió la mamá de doña Rosa el día que no alcanzó a registrar un bulto con hierbas. Como no podía tenerlo consigo lo escondió en el baño, y para su mala suerte, el auditor lo encontró y lo aventó por la ventana del tren.
De acuerdo con don Carlos Barreto, quien trabajó maniobrando locomotoras, el orden de los trenes era el siguiente: primero la locomotora, luego el carro exprés, después el carro de correos, los vagones de pasajeros de segunda clase y al final los de primera.
El convoy de primera clase tenía calefacción, asientos cómodos y baños con luz. Según relatos de antiguos viajeros, en segunda clase se podían transportar pequeños animales de granja, pues los asientos eran de madera, rígidos y grises que sólo unos cuántos alcanzaban si entraban a codazos.
En este paseo imaginario viajamos en el vagón de segunda clase. Con un poco de suerte nos encontraríamos a Cerafina Lima, quien regresaría de visita a su pueblo, Tepetlixpa, en los años 40:
“Mi má platicaba del tren con mucha nostalgia; me decía que era muy pequeñito y sí, era un tren de vía angosta. Me decía que los carros de segunda no tenían los asientos así como los vemos en las películas, que van encontrados, sino que eran bancas corridas en el perímetro del vagón”, cuenta el hijo de Cerafina, Salvador García.
Una de las grandes virtudes de esta línea ferroviaria era el paisaje. Los 25 kilómetros por hora de velocidad promedio que alcanzaba el tren, hacían posible apreciar el entorno rural que pasaba de clima templado a cálido.
De acuerdo con las crónicas de viaje de Reau Campbell (1895), al salir de San Lázaro, a la izquierda del vagón se veía el Lago de Texcoco, a la derecha el Peñón y una serie de árboles que rodeaban la línea del tren, a la altura de lo que hoy llamamos Calzada Ignacio Zaragoza.
Al llegar a la estación de Los Reyes se subían vendedoras de comida. Eran alrededor de 30. Los niños pegaban la oreja a la vía para saber si venía la locomotora. Al escuchar la vibración, avisaban a todos que estaba por llegar.
A finales del siglo XIX, Campbell escribió que aquí y en la estación de Ayotla se podía comprar pescado cocido. Así lo confirmó el escritor Guillermo Prieto, quien contó que en este último poblado los vendedores rodeaban el tren ofreciendo pan, tortillas, pescados blancos y aceitunas curadas a los viajeros.
“Durante los 10 minutos que se detenía el tren, uno podía comprar enchiladas con queso y cebolla, tlacoyos, gorditas, pulque en jícaras o dulces cristalizados”, relata Eduardo Meyer, quien viajaba de San Lázaro a Amecameca en compañía de sus padres y sus cinco hermanos en la década de los 50.
Avanzamos. El camino rodea lo que alguna vez fue el Lago de Chalco y comienzan a verse los volcanes: Iztaccíhuatl y Popocatépetl. Dejamos atrás Tenango del Aire y algunos otros pueblos con casas de adobe y techos de paja.
Este tren permitía el desarrollo de actividades económicas a su paso. La franja de los volcanes se caracterizaba por la venta de lácteos y el arribo de turistas curiosos que iban a las ruinas arqueológicas de la zona.
Ignacio Manuel Altamirano escribió en 1880: “La temperatura desciende; un aire fresco, impregnado con leves aromas de la vegetación alpestre baña nuestros semblantes; es el aire de las montañas, el aire puro y sano”.
Cada carro contaba con un baño, recuerda Eduardo Meyer. El sanitario estaba en un cuartito pequeño con lavamanos de metal y un retrete que desembocaba directamente sobre las vías.
En un convoy de tres carros, como en el que vamos viajando, iban en promedio seis trabajadores: el conductor, que era algo parecido al capitán de un barco, el maquinista y dos fogoneros atizando la caldera. Cada dos vagones iba un trabajador más encargado de los frenos.
El Tren de Juguete
En tierra, el ferrocarril daban empleo a telegrafistas, boleteros, cargadores, vendedores y personal de mantenimiento de vías, según información de Alfredo Nieves.
El clima frío indica que llegamos a Amecameca, ciudad importante por el templo del señor del Sacromonte, se refiere en crónicas del siglo XIX.
Continúa el viaje por estos pueblos conocidos comúnmente como “del volcán”. Ozumba fue el punto más alto del recorrido y en adelante el camino será “de bajada”.
La estación de este lugar, recuerda la señora Rosa, no tenía techo. Sólo un cuarto de la oficina de telégrafos y otro donde se vendían los boletos. También había un tanque de agua con una manguera para abastecer a la locomotora. Primero eran máquinas de vapor y luego fueron máquinas de diésel.
Pasamos por los últimos lugares de la ruta que pertenecen al Estado de México. Nepantla por ejemplo, es célebre por ser el lugar en el que nació la décima musa, Sor Juana Inés de la Cruz.
Las estaciones no estaban ahí por casualidad. Para establecerlas, un grupo de expertos estudiaba las actividades económicas de las zonas por donde pasaba el ferricarril. Así decidían los lugares óptimos para que la población se movilizara.
El clima es cálido y llegamos a la estación de Cuautla, ubicada en lo que fue el convento de San Diego e inaugurada en 1881. En la actualidad es el Museo Vivencial 279, donde se puede encontrar la máquina de vapor de vía angosta número 279 en la antigua estación del Tren Escénico.
En palabras del investigador Alfredo Nieves, Cuautla atraía a quienes querían refrescarse en los balnearios. Las personas además compraban tepache, cecina, tortillas y crema en el mercado. Todavía es común que las familias realicen estas actividades. De San Lázaro a Cuautla, el viaje redondo costaba cinco pesos.
En los años 60 y 70 se dio prioridad a la inversión en carreteras y se fueron dejando de lado los ferrocarriles. Pronto cayeron en el deterioro y la población dejó de usarlos para dar paso a los autobuses que eran rápidos en comparación con los trenes.
Nieves dice que el ferrocarril permitía a los pasajeros ir relacionándose entre ellos, pero a la gente joven el viaje le parecía muy largo. Prefirieron, poco a poco, hacerlo en autobús.
Los mayores añoraban los tiempos en que conocían gente nueva y podían detenerse a apreciar el paisaje que el trayecto les regalaba. “Cuántas poblaciones visitábamos con distintos temas turísticos tan cerca de la Ciudad de México y lo fuimos dejando, hasta que se lo llevó el tiempo. Viajamos más rápido y vemos menos cosas. Nos conformamos con tomar la foto y con eso tenemos”, dice Nieves.
El último recorrido a Cuautla por la vía angosta se realizó el 11 de octubre de 1973; de él quedó testimonio en la crónica La última corrida del tren de juguete a Cuautla, escrita por Alfredo Vargas y publicada en la Revista Ferronales.
Tanto la tripulación como los viajeros lamentaban que este ramal desapareciera para dar lugar a una nueva ruta de vía ancha cuya partida sería en la estación de Buenavista.
“Supimos que era el último día y hasta dejé de ir a la escuela” afirmó el joven Alejandro Mota quien aquella ocasión viajó en el vagón de primera clase junto a sus padres y sus cuatro hermanos.
Un empleado de la antigua estación San Lázaro, comentó: “Hoy en la mañana le decía a mi esposa que venía a despedir el último viaje por la vía angosta, y que mis compañeros y yo íbamos hasta Amecameca. Ella no me lo creyó y me dijo que era un pretexto para irme con mis amigos”.
“Desde que me llamo Antonia he viajado en este trenecito. Ahora me voy a hacer un lío para viajar hasta Ayapango. Los camiones quedan tan retirados y el servicio es tan malo que… ¡Qué voy a hacer!”.
Al día siguiente se inauguró la nueva vía ancha que partía de Buenavista. Funcionarios y políticos estuvieron presentes. Ahora el viaje se haría en tres horas, pero sin pasar por varios pueblos. Con el tiempo la estación San Lázaro quedó en el abandono y después fue demolida para construir una unidad habitacional.
El investigador Alfredo Nieves comenta que en eventos de divulgación cultural el público le pregunta cuándo van a volver los trenes de pasajeros, pues añoran la experiencia de viajar en ferrocarril.
“Antes la gente se tomaba más tiempo para disfrutar. Vivía una vida tranquila y menos rápida en todos los sentidos. Hacían amigos en los ferrocarriles”, dice el estudioso.
“Todos estamos llorando por este trenecito”. “No sé cómo le voy a hacer porque el camión pasa muy lejos”, fueron algunas de las reacciones de los usuarios que nunca más volverían a viajar en “el trenecito”. Así termina nuestro viaje y nos despedimos del “tren de juguete”, el gigante que cruzaba volcanes.
Fuente: El Universal