Recientemente se han escuchado cuestionamientos sobre la relevancia de la Organización de Estados Americanos (OEA), sin que se sepa para dónde va esta postura ni qué se buscaría en un foro que por sustracción de materia aislaría a América Latina y el Caribe de los Estados Unidos de América y Canadá, países desarrollados con los que compartimos la presencia en este hemisferio y que han contribuido con inversión y cooperación al progreso de muchos de nuestros países.
Sin eufemismos, hay que reconocer que el organismo regional más antiguo del mundo y que congrega a todos los países del continente (salvo Cuba, que no ha querido reincorporarse) atraviesa un momento desafiante que se refleja en la percepción negativa del mismo por parte de algunos Estados y en la posición de otros gobiernos que replantean su papel en el hemisferio.
Nada más vigente hoy que la célebre frase de Alberto Lleras Camargo, el primer Secretario General, colombiano y gran promotor de este organismo, cuando expresó que la OEA no será nunca nada diferente de aquello que sus Estados miembros quieran que sea.
Es por ello que debemos preguntarnos: ¿qué necesitan nuestras naciones que sea la OEA?, ¿qué queremos hoy por hoy que sea? Sin duda, queremos y necesitamos un foro en donde converjan nuestros países para promover en todos ellos, sin excepción, los valores de la democracia y del desarrollo, tal como se dispuso en su carta fundacional, pues la tarea que aún queda pendiente es larga y debemos asegurar el cómo la OEA puede contribuir más eficazmente en la consecución de esos propósitos.
Es innegable que la democracia sigue siendo el sistema político más adecuado para el progreso de las naciones, pues aporta elementos esenciales como la fortaleza institucional, la transparencia, el acceso a la información y la libertad de prensa, y permite que los ciudadanos tengan voz y voto para contribuir a los procesos de toma de decisiones desde el manejo del Estado.
En 20 años se invocó la Carta Democrática en al menos nueve oportunidades. En siete de esos casos, la función preventiva fue eficaz para evitar el escalamiento de crisis político-institucionales que podrían haber puesto en riesgo el proceso democrático o el legítimo ejercicio del poder y derivar en rupturas del orden democrático.
Cuando estamos afrontando tiempos de incertidumbre en muchas áreas del devenir en nuestras sociedades, no solamente por la pandemia, sino por los desastres naturales, el incremento en la pobreza extrema y los retrasos en aspectos sociales como la educación, la salud y la vivienda, con el agravante de un deterioro social que se manifiesta en el aumento de los índices de inseguridad y la expansión del narcotráfico y organizaciones criminales en varios países, la solución está en instituciones fuertes, sólidas y legítimas que sean fuente y a la vez garantía de los derechos ciudadanos.
Para Colombia resulta preocupante que justo ahora, cuando más necesitamos de la solidaridad, colaboración y cooperación hemisférica y global para recuperarnos de las desastrosas consecuencias del covid-19 y enfrentar los retos del presente y el futuro de la región, se levanten voces en contra de la OEA que pretenden minimizar sus principios y objetivos primordiales y trasladarlos a otros escenarios o, lo que es peor, crear nuevos escenarios en los cuales se relativice la necesidad de la democracia.
América Latina no debe permitir que en nuestra región se normalice como opción válida el ejercicio indefinido del poder acallando a la oposición y a la prensa libre y muchas veces tomando control de la justicia, como si mantenerse en el poder fuera un derecho de quienes lo ostentan por haber llegado a él en un primer momento, de manera legítima o, por haberlo recibido por designación de quienes ya lo ostentaban con claros rasgos dictatoriales.
No podemos confundir regímenes autoritarios o populistas con regímenes democráticos, por el simple hecho de que en el caso de los primeros se realicen elecciones que muchas veces parecen tan solo una simulación.
Por el contrario, la Carta Democrática de la OEA también destaca los otros elementos constitutivos de la democracia como el respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales, en especial la libertad de prensa; el ejercicio del poder sobre la base del Estado de Derecho y la libre decisión de la voluntad popular; la transparencia y la separación de poderes, entre otros, que deben confluir y permanecer para que exista una verdadera democracia.
Ello implica, claramente, que para tener democracia no se trata solamente de que una persona sea elegida, sino que, además, debe gobernar democráticamente y respetar que la elección popular siempre se hace a término definido.
Nuestro país está convencido de que no se puede renunciar a la defensa la democracia, ni dar señales equívocas en esa dirección.
Para América Latina la tolerancia con dictaduras en el territorio de los vecinos puede convertirse en la sumisión y entrega futura de nuestra soberanía territorial y de las libertades de nuestros hijos y de varias generaciones, a regímenes muchas veces mezclados con la corrupción, el narcotráfico y el crimen organizado, entre otros.
En Colombia hemos sido, somos y seremos defensores de la democracia, cueste lo que cueste, porque esa es la única forma de proteger el futuro de nuestro país.
Si abandonamos hoy la defensa del compromiso colectivo inherente a la fundación de la OEA, se abriría paso a las dictaduras populistas en el hemisferio para reeditar tal vez, en el futuro, las dictaduras militares superadas con tanto esfuerzo en la década de los 80 del siglo pasado.
Lo que sucede hoy con Venezuela no deja dudas de las consecuencias de una dictadura: la destrucción completa del aparato productivo; el deterioro de las variables económicas; la precariedad en el nivel de ingreso y las posibilidades de una vida digna para los ciudadanos; el deterioro en los indicadores del empleo, como un factor derivado del mercado, para convertirse en el privilegio de unos pocos vinculados a la burocracia por su cercanía con el régimen.
La tolerancia con rupturas democráticas es asumir deliberadamente la renuncia al ejercicio de la soberanía por decisión del pueblo, para dejarla en manos de terceros que no responden ante el pueblo y no se sabe a qué intereses ocultos o foráneos responderán.
Nuestro deber es hacer todo lo que esté a nuestro alcance para evitar que avance por la región el cáncer de los populismos autoritarios y aportaremos toda nuestra colaboración a que en aquellos lugares en que ha habido una ruptura democrática, se haga el tránsito hacia una mejor y más profunda democracia como producto de la decisión libre de su propio pueblo.
La Carta Democrática Interamericana tuvo como precedente para su elaboración un mandato de la III Cumbre de las Américas, celebrada en Quebec (Canadá), en 2001, cuando Hugo Chávez daba ya señales claras de su proyecto y su propósito.
La OEA demostró varias veces en estos 20 años su capacidad de respuesta frente a situaciones de tensión o crisis político-institucional, cuando los Estados miembros solicitaron su apoyo.
Hoy más que nunca creemos en el sentido y propósitos de la OEA y debemos asegurar constructivamente, entre todos, cómo su papel puede ser más eficaz.
*Artículo publicado originalmente en El Tiempo