Dimas Romero González
Ha llegado la máxima fiesta de los oaxaqueños, la “Guelaguetza”. Todo lo que sucede en la entidad parece pasar a segundo plano, pero a mi juicio, este evento cuya importancia es innegable, requiere un análisis crítico y una revalorización de su papel en el ideario de la sociedad y de la cultura oaxaqueña.
Según Salvador Singüenza Orozco, en su ensayo El Homenaje Racial y la construcción de un paradigma. El régimen postrevolucinario afianzaba y centralizaba su poder con la construcción de la “identidad nacional”, integrando a este proyecto al “México atrasado” de los pueblos indígenas, a través de un programa educativo que creó símbolos y adaptó la historia patria para llevarla a todas las comunidades, que fueron alfabetizadas y castellanizadas, procurando arrasar sus culturas y lenguas. Paradójicamente, éstas, al igual que sus tradiciones, fueron reivindicadas como elementos esenciales de la cultura nacional, depositarios de una misión ancestral: construir el México moderno. Todos los regionalismos fueron integrados en una forzada unidad en la que a los indígenas les correspondió representar el glorioso pasado prehispánico que fecundó, junto a los conquistadores españoles, al nuevo mexicano. En este contexto, el 14 de enero de 1931, Oaxaca fue sacudida por un terremoto que dejó a miles de habitantes en el desamparo; el comercio y toda la economía colapsaron. El siguiente año se celebraría su IV Centenario, y para ello se organizó un festejo que atrajera visitantes e inversiones, para remediar la crisis. Las actividades que resultaron medulares para la Guelaguetza de hoy fueron las que concentró la Exposición Regional y el Homenaje Racial.
Sostiene el historiador, que en oposición a esta política educativa nacional, en Oaxaca se dio una revaloración de los rasgos culturales de la entidad, para lo cual las élites locales de la cultura concibieron un Homenaje Racial. En su organización se encargó al magisterio la coordinación de los presidentes municipales y demás funcionarios, en la realización de concursos locales de selección, eventos y actividades económicas para traer a la delegación de cada región. La Exposición Regional se realizó como un “poderoso estímulo para la industria autóctona”. En el evento participaron 473 expositores, 112 de la capital y 361 de las regiones. También se pudieron admirar las joyas de la recién descubierta Tumba 7 de Monte Albán. Paulatinamente y en cualquier evento de importancia, se fue realizando un festejo a similitud del mencionado, con el nombre de Guelaguetza, la cual se fue ajustando a las celebraciones religiosas hasta llegar al “Lunes del Cerro” y la “Octava”, en alusión a la fiesta del Corpus del Carmen Alto que se celebra los días domingo, lunes y martes siguientes al 16 de julio y se repite ocho días después.
A través de un largo proceso, prosigue el autor, la fiesta fue integrando espectáculo y atracción turística para satisfacer una actividad económica que representó una alternativa a la nunca lograda industrialización. Los indígenas fueron despojados de todo aquello que denotara pobreza y fueron vestidos con ropajes que, en teoría, conciliaron su identidad con su supuesta aspiración a incorporarse al desarrollo nacional. La celebración se convirtió, pues, en una fiesta de tintes regionalistas que revive las viejas costumbres y tradiciones propias de la idiosincrasia oaxaqueña; la Guelaguetza -palabra de origen zapoteco, que tiene connotaciones de ayuda mutua y reciprocidad en momentos cruciales de la vida como bodas, nacimientos y defunciones- se presenta ahora como un rescate de rituales prehispánicos en honor a Centéotl, diosa mexica. Hoy, las delegaciones regionales no son invitadas, sino que participan en un proceso de selección validado por un Comité de Autenticidad. La decisión final implica una negociación política, de tal forma que la presencia en el evento se ha convertido en una disputada distinción.
En el citado ensayo, vemos cómo la conciencia social en Oaxaca se moldeó poniendo al frente del concepto de identidad, su idiosincrasia cargada de reminiscencias costumbristas, como una necesidad brotada del combate a la crisis económica. Para darle cuerpo, se amalgamó el culto a lo indígena con celebraciones de la religión católica. La Guelaguetza ha sido para el oaxaqueño humilde, su forma de sentirse incluido y para las élites económicas y políticas, el lucimiento de las tradiciones de la entidad, que dan la oportunidad de generar ingresos y empleos. Sobre la pretensión de unidad política y cultural entre grupos étnicos radicalmente distintos y geográficamente dispersos, a pesar de que jamás tuvieron ningún tipo de reunión o acuerdo en que compartieran sus productos o tradiciones, se edificó la unidad dentro de las fronteras de la entidad, construyendo un mito que ha quedado grabado como real en el subconsciente colectivo, que lo piensa como una práctica arraigada en el pueblo oaxaqueño.
Pero pongamos las cosas en sus justos términos. Con esta evolución cultural de la sociedad oaxaqueña, surgida de las necesidades que se le presentaron al desarrollo económico, la Guelaguetza reivindica a los indígenas a grado tal que es la imagen internacional de Oaxaca, pero esta reivindicación es hacia afuera, de forma, y no de fondo. Porque las tradiciones y costumbres que se elaboraron en torno a ella, generan una importante derrama que poco o nada beneficia a los homenajeados. Es, por tanto, una reinvindicación incompleta, pues en los hechos se tiene a los dueños de las grandiosas costumbres y tradiciones que son ya parte de la identidad oaxaqueña, en el abandono más insultante, como puede observarse a poco que se salga del centro de la ciudad y se adentre uno en la periferia o en los municipios conurbados, que al igual que la inmensa mayoría de comunidades indígenas de todo el estado, se debaten en el atraso y sin la más mínima infraestructura básica.
El reconocimiento hacia lo autóctono no puede ser solo el orgullo por lo colorido folclor y el sentimiento de pertenecer a Oaxaca y, por tanto, sentirse agradecido por haber nacido en la tierra que nacimos, debe haber un respeto más profundo, que lleve a preguntarse qué beneficios han recibido los herederos de esa historia, cuál es su realidad y cómo deben reivindicarse. Y eso debe hacerse, combatiendo el paternalismo evangelizador que los trató como niños que necesitaban educación, protección y salvación. Necesitamos resaltar la idiosincrasia indígena, sin anacronismos ni fobias trasnochadas, utilizando los vestigios y tradiciones de las razas originarias, tan llenos de grandezas y glorias pasadas, que sumadas a la cultura que trajeron los conquistadores, han dado como resultado el mestizaje del que somos producto, el cual nos debe llevar a sentirnos capaces de acometer grandes hazañas.
Hay que reeducarnos, revalidar nuestra historia, nuestra identidad toda. Se ha llegado el momento de devolverle a las regiones y a las comunidades la realización de las actividades de manera pública y no elitista, lo que llevará a un impulso de recuperación y rescate de tradiciones realmente populares, que a la vez generen la oportunidad de que artesanos y productores autóctonos tengan acceso a la Guelaguetza, sacando los festejos de los lugares privados y costosos para exponerlos a todos los oaxaqueños y a los visitantes como una fiesta popular, que permita la reactivación de la economía en todo el estado.
A la luz de la crisis económica, política y social actuales, se necesita un impulso que haga renacer las energías creadoras de los oaxaqueños. Pero para ello, se necesita otra clase política, una más democrática y equitativa, que incluya a las mayorías en el progreso y desarrollo. La tarea del momento es pagar una deuda pendiente: poner de pie a las etnias que dieron origen a lo que hoy es y representa todo el estado de Oaxaca para el país y para el mundo.