Alejandra Teopa.
Todo comenzó los últimos días de noviembre, tal vez los primeros de diciembre, no puedo precisarlo. Salí de la escuela a eso de las siete con rumbo al terreno donde trabajaba las piñatas por las noches. Sentía un deseo apremiante por llegar lo más pronto posible porque sabía que me esperaban muchas horas sin dormir; me sentía agotada y lo que más deseaba era llegar cuanto antes. En esos días mi pensamiento estaba más en lo pesado del trabajo que en el examen final del día siguiente.
Como siempre, el metro venía a reventar y deteniéndose en cada estación por varios minutos, no recuerdo otro día que el trayecto se me hiciera tan largo como aquél. Al salir de la estación esperé el colectivo pero, como tardaba en pasar, decidí irme en taxi. Cuando llegamos, al momento de pagar, el conductor no tenía cambio y allí comenzó un problema: el conductor no quería conseguirlo y me pedía que yo me bajara a cambiar el billete de cincuenta pesos mas, por allí no había ni un solo comercio dónde cambiar y la discusión se prolongó algunos minutos hasta que vi a mi esposo que bajaba de otro taxi. Lo alcancé, y le pedí dinero para pagar ante su sorpresa porque yo estaba dentro del auto estacionado ahí; le expliqué la situación pero no me creyó y estuvo de malas toda la noche.
Los días pasaron y una semana después salí otra vez tarde de la escuela porque era el último día y el profesor Oscar Armando se estaba despidiendo de la clase. Nuevamente iba con prisa, se hacía de noche y había muchas piñatas por hacer así que una vez más abordé un taxi para no tardar y evitar problemas por mi retraso. La preocupación por llegar rápido me impidió percibir el fuerte olor a loción que invadía hasta la calle al abrir la puerta del auto. Evidentemente el hombre se había bañado en agua de colonia y circulaba con las ventanas cerradas por el frío; la combinación contaminó todo el interior y fue hasta que llegamos al terreno y pagué cuando me di cuenta del terrible error, el aroma de la loción del taxista quedó impregnada en toda mi ropa y el cabello de una manera exagerada pero no había nada que pudiera yo hacer. Ya era tarde y al escuchar el motor de coche mi esposo salió a recibirme.
Apenas me acerqué a saludarlo, su expresión se tornó claramente molesta. Al momento no dijo nada pero su enojo era evidente. Pasaron muchos minutos hablando trivialidades seguidas de larguísimos silencios hasta que no pudo más y explotó. Ahora no recuerdo con exactitud sus palabras sólo sé que utilizó el olor de mi suéter como pretexto para acusarme de infidelidad. A pesar de que tenía argumentos para defenderme, éstos parecían inverosímiles ¿con qué pruebas? si toda mi ropa despedía aroma a loción de hombre. Sólo tenía mi palabra de que era inocente sin embargo él ya estaba convencido de que lo engañaba con un taxista porque la semana anterior yo había estado en el interior de un taxi estacionado antes de que él llegara. Era una idea absurda derivada de una simple coincidencia pero no creyó en mí así que, a pesar de ser más de las once de la noche me fui a casa sola y muy triste… pero con la conciencia tranquila.