En nuestros días y en nuestras sociedades se tiene por verdad incontestable que la dictadura y la democracia son conceptos antagónicos cuyos contenidos se excluyen radicalmente entre sí, de modo tal que es imposible confundirlos y, más todavía, descubrir hechos, prácticas o realidades que les sean comunes. Para la mentalidad del hombre de la calle de hoy (y hasta para algunos “especialistas”), pensar y actuar de otro modo resulta tan inútil y absurdo como buscar la luz en la tiniebla o, con un refrán muy conocido, como intentar mezclar el agua con el aceite. Dictadura: basta escuchar esta palabra para que a todo mundo se le ericen los cabellos, se persigne como quien ve al demonio y estalle en anatemas, condenas y todas las maneras que encuentre a mano para expresar de modo tajante su horror, su rechazo y su condena. Democracia: y la gente se relaja, sonríe y piensa en todas las virtudes, en todas las bondades, las libertades, las oportunidades y las humanidades que le han dicho se encierran en esta forma de Gobierno, y se dispone instintivamente a dar la vida por ella si fuere necesario.
Pero la amarga verdad y la terca realidad no se dejan someter a ese maniqueísmo exagerado; no se dejan encerrar entre los dos polos de tan simplista disyuntiva: o luz o sombra, sin claroscuros; o bien o mal, sin términos medios; o el paraíso de la libertad absoluta de la democracia o la esclavitud más abyecta connatural a la dictadura. Para empezar, salta a la vista la inconsistencia del lugar común según el cual, en una dictadura, el dictador lo es todo y el pueblo nada; que la masa carece absolutamente de derechos, principiando por el más fundamental que es el de elegir libremente a sus gobernantes, y tiene que someterse al capricho de un solo hombre: el dictador. La falsedad reside en que no ha existido nunca el Gobierno de un solo hombre, ni siquiera en la época de oro del absolutismo. Es verdad que la dictadura suprime la elección periódica de los gobernantes y sigue luego con otros derechos del ser humano como las libertades de asociación, de organización, de prensa, de opinión y de manifestación pública; pero esto no nace del “capricho” del dictador, sino de la necesidad de asegurarse el pleno control del país por parte de una clase rica y dominadora, poco numerosa, sí, pero dueña de un inmenso poder financiero, militar, y político, en cuyo nombre e interés se toma el poder por la fuerza, se dictan las políticas restrictivas y se sostiene al Gobierno de facto contra la voluntad popular. Sin embargo, para que esto dure es necesario, como en la democracia, no sólo dar resultados al grupo dominante, sino también algún incentivo a la masa, al pueblo trabajador, pues es imposible que un Gobierno se sostenga sólo con el filo de las bayonetas.
Y, ¿qué ocurre con la democracia? De antiguo se sabe, cuando menos desde que Montesquieu escribió El espíritu de las leyes (para no irnos hasta la Atenas de Pericles), que, para que exista una democracia electoral auténtica, es indispensable que haya, primero, democracia económica; esto es, en términos realistas de hoy, que la distancia entre las clases altas y el pueblo no sea abismal, que la riqueza social se distribuya de la manera más equitativa posible. ¿Por qué? ¿Qué pasa allí donde la desigualdad es tan grande y tan honda que la sociedad se divide y se polariza en grupos antagónicos? Allí, las masas trabajadoras viven atadas al yugo de una extenuante jornada de trabajo y a un mísero ingreso para mal vivir, y, por tanto, son presas de la ignorancia, la enfermedad, la malnutrición, la apatía política y la apatía en general ante los grandes problemas de la existencia social; de aquí que, en estos casos, ocurra lo mismo que en las dictaduras, esto es, que el poder se torna monopolio de la clase adinerada y educada y es ella la directamente beneficiada con la actividad del Gobierno. Es, por tanto, la que lo defiende y sostiene frente al pueblo con maniobras, manipulaciones y con la fuerza misma en última instancia. En suma: contra lo que generalmente se piensa, la democracia en los países muy desiguales es, también, una dictadura de clase, de unos pocos privilegiados que imponen su voluntad y sus intereses a las mayorías, aunque, a diferencia de la dictadura abierta, el poder se legítima cada cierto tiempo mediante el voto popular, el voto de un pueblo que lo ignora todo de la política y de la economía apremiado por lo que le espera al día siguiente.
Y también aquí, como en las dictaduras, no todo son palos, pobreza y manipulación; algo toca a los pobres. Se le prometen algunos derechos a través de la ley escrita y se le respetan en los hechos mientras su ejercicio no ponga en riesgo al status quo. Pero, igual que en las dictaduras, cuando los intereses del sistema corren peligro, aunque sea mínimo, todas las libertades, derechos y garantías no sólo son preteridos ante la “necesidad prioritaria de orden, tranquilidad y paz públicas”, sino que se les combate, calumnia y criminaliza en abierta contradicción con el discurso democrático y hasta con la letra misma de la ley. Se ha dicho que un signo inequívoco de gobierno dictatorial (y uno de sus mayores daños) es el envilecimiento que causa en la sociedad entera, en las organizaciones, en las familias, en los medios informativos, etcétera, el terror provocado por el uso perverso de los tribunales, la cárcel, la fuerza pública y la represión, envilecimiento que obliga a todos a callar la verdad, a sofocar sus sentimientos filiales, paternales, humanos, para adular y besar la mano que encarcela, reprime y tortura a sus hermanos, padres, hijos y amigos. Los obliga incluso a condenarlos y delatarlos, como acabamos de ver en el caso de los bombazos de Boston. No sólo eso. Se criminaliza y persigue a la organización “no autorizada” del pueblo; se calumnia, amenaza y reprime toda forma de protesta pública auténtica, mientras se aplaude y alienta a los “paleros” del poderoso. Hasta la tan ensalzada y pregonada libertad de prensa se acota, limita y condiciona a los intereses de la “democracia”: entra en juego la mordaza a los opositores, la censura a los medios, so pena de clausura o de ahogo económico si no se someten a las “órdenes superiores”. El dictador, abierto o “democrático”, sofoca la voz de los inconformes pensando tal vez que así desaparecerán los problemas; y los medios se suman a la farsa. Ante tal comedia, no queda más que preguntar como lo hiciera en su día Sor Juana Inés de la Cruz: ¿Y quién es más de culpar aunque cualquiera mal haga, el que peca por la paga o el que paga por pecar?