Por: Aquiles Córdova Morán
Me viene a la mente una película de la época de oro del cine nacional, protagonizada por Pedro Armendáriz y María Elena Marqués (si la memoria no me engaña). Él es un humilde pescador que vive tranquilo con su mujer en una choza cerca de la playa. Pero un buen día tiene la suerte de pescar una enorme y hermosa perla, cuya belleza lo deslumbra pero cuyo valor ignora. La tranquila vida de la pareja da entonces un vuelco: le cae encima una nube de curiosos y, sobre todo, de ambiciosos que desean adquirir la perla. Él se niega a venderla y las ofertas pasan de la súplica a la presión y de la presión a las amenazas contra su vida, antes tranquila y ahora convertida en un infierno gracias a su repentina fortuna. Cansada de todo, la pareja decide alejarse para siempre del lugar; pero antes de partir, se acerca al borde de un acantilado y, desde allí, devuelve la perla al mar, como quien se deshace de una maldición. A mí me parece una metáfora afortunada de un hecho cierto: para los humildes y desvalidos, la misma riqueza puede ser una desgracia más, por causa de gentes ambiciosas y sin escrúpulos.
Los teóricos de la democracia liberal han sostenido siempre que el voto universal, libre, directo y secreto de los ciudadanos es una gran conquista, una fortuna política que los capacita no solo para defender y asegurar sus derechos e intereses, sino incluso para acceder al poder mismo. Por primera vez en la historia, dicen, el voto universal coloca a todos, ricos, pobres y clases medias, en pie de igualdad para decidir qué tipo de sociedad y de gobierno desean, y quién o quiénes creen que pueden garantizar esos propósitos. Sin embargo, la práctica de muchos años (siglos en algunos casos) demuestra que entre teoría y práctica hay un abismo difícil de colmar. La teoría liberal falla desde la concepción misma del voto universal como un derecho cierto e incontestable, que todos los individuos ejercen en forma irrestricta y libre, sin ningún tipo de coacción ni de influencias extrañas que tuerzan su voluntad o su opinión, y sin ninguna trampa legal que otorgue más peso a unos votantes que a otros. Según la teoría, todos somos rigurosamente iguales ante la ley.
Pero, repito, los hechos no se compadecen con la teoría. Cualquier caso concreto que tomemos al azar nos convencerá de que, a la hora de redactar la Constitución, base y fundamento de la construcción de un Estado liberal, al igual que al hacer las leyes derivadas que normen su funcionamiento práctico, las clases populares siempre son excluidas, es decir, que son otros los que legislan para ellas y en lugar de ellas. Así resulta que el andamiaje legal construido sin su concurso, es una tupida red de trabas y obstáculos para evitar o dificultar su participación plena en la vida democrática y, con mayor razón, en el poder político de la nación. Noam Chomsky, el conocido lingüista y filósofo norteamericano, en su libro titulado “Réquiem por el sueño americano”, se refiere así a la cuestión: “James Madison, el principal artífice de la Constitución (de los EE. UU., aclaro yo) y a la sazón uno de los principales defensores de la democracia, consideraba, no obstante, que el sistema estadounidense debía concebirse –como acabaría concibiéndose, gracias a su iniciativa– de modo que el poder recayera en manos de los ricos. Porque los ricos son el grupo más responsable, el que por naturaleza busca el bien público, y no unos intereses estrechos y limitados”. Como ocurre con el pueblo y sus líderes, parece sugerir Madison.
Partamos, no obstante, de la utopía del voto universal como un tesoro político real que la masa puede usar con absoluta libertad e independencia, y observemos lo que sucede en cada proceso electoral. Veremos que la tan llevada y traída igualdad ante la ley es también una utopía, una ficción jurídica que no se da en los hechos. Las masas están en clarísima desventaja frente a las clases altas y las clases y sectores de clase más próximos a ellas, desde varios puntos de vista. Son inferiores en poder económico; en relaciones sociales y políticas; en educación y cultura, general y política; en el conocimiento preciso de los derechos y prerrogativas del ciudadano; en el conocimiento de las capacidades de acción y reacción del Estado; en el conocimiento puntual del currículum vitae de los candidatos y en muchas cosas más. Con lo dicho basta para afirmar que el hombre común no está, ni de lejos, en igualdad de condiciones que la clase dominante y sus aliados para sacar provecho del tesoro político que representa su voto.
Tal desigualdad crea las condiciones para que, quienes sí conocen el poder del sufragio, como los que ambicionaban la perla, caigan como nube de langostas sobre las mayorías indefensas, en época de campañas electorales, con intención de comprarles su voto a vil precio. Les hacen promesas imposibles; les dan la razón en todo, aunque no la tengan; les regalan “utilitarios” (gorras, playeras, cubetas de plástico) y, finalmente, en la recta final, dinero contante y sonante a cambio de su credencial para votar. A los líderes les dan “trato especial”: les ofrecen algún cargo insignificante, permiso para algún “negocio”, prebendas y sinecuras que nunca se cumplen. Y si todo esto falla, vienen los amagos de violencia, las amenazas de despidos, de cancelación de permisos o la suspensión de beneficios financiados con dinero público. El resultado es que los elegidos pueden ser cualquier cosa, menos representantes genuinos de la mayoría; y, en no pocas ocasiones, incluso sus enemigos frontales. La desgracia engendrada por la fortuna, como el hombre de la perla.
Pero el problema no termina con la elección. Ya en el poder, todos aspiran a perpetuarse en él, como personas o como grupo. Y saben que para eso necesitan instrumentar medidas que convenzan u obliguen a las mayorías a estar siempre de su lado en cada elección. Echan entonces mano de los recursos y facultades que el propio poder les confiere, sea para “beneficiar” a los electores o sea para “darse a respetar”, es decir, para sembrar el miedo y el terror entre las mayorías. La vieja, viejísima práctica de mostrar el puño encarcelando a uno o dos personajes del pasado para ganar prestigio o infundir miedo en la gente, debe entenderse y leerse en este contexto de irrefrenable ambición por perpetuarse en el poder. Y quien acaba pagando los platos rotos es, otra vez, el pueblo trabajador, por culpa de su derecho libre y soberano al voto universal.
Con la 4ª T las cosas no son diferentes. Medios impresos y columnistas, televisión y redes sociales, saben y dicen públicamente que el encarcelamiento de “corruptos” famosos, como el abogado Juan Collado, la ex secretaria de Estado Rosario Robles, el ex director de Pemex, Emilio Lozoya, y los que vengan atrás, no obedecen a un estricto criterio jurídico y legal; son golpes mediáticos para levantar la imagen caída del Presidente o para impedir que siga cayendo. Y lo sorprendente es que, los mismos que dicen esto, son los primeros en deshacerse en elogios para los represores. No se recatan para aplaudir tal distorsión de la ley y la justicia; ponen por las nubes la sagacidad, la malicia, la habilidad política, la extraordinaria capacidad de comunicación con el pueblo o el “elevadísimo” consenso a favor del Presidente, con lo cual lo animan a seguir por ese camino. Y en no pocos casos, ponen su propio granito de arena magnificando los cargos o añadiendo otros más por su cuenta. Todo en aras de la imagen presidencial y de su permanencia en el poder.
Al Movimiento Antorchista Poblano (MAP) le acaban de negar su derecho, legal y legítimo, a convertirse en partido político local. Y para sofocar su previsible inconformidad, han avivado la campaña de insultos, calumnias y falsas acusaciones en contra de sus líderes, amenazándolos con fabricarles delitos graves, como huachicoleo y lavado de dinero, para refundirlos en la cárcel por muchos años. Van dos ejemplos recientes. Un tal Luis Enrique Sánchez Fernández publicó en un medio digital “http://xn--poblaneras-r8a.com/” del 10 de febrero, lo siguiente: Antorcha “Ha puesto y quitado presidentes municipales a discreción. Y para decir lo menos, se ha visto involucrada, la organización, en asesinatos y secuestros. Ahora es investigada por la Unidad de Inteligencia Financiera de la secretaría de Hacienda por presunto lavado de dinero y por una eventual participación en huachicoleo”. Otro medio más respetable, “24 Horas Puebla” del 11 de febrero, dice: “Antorcha… está marcada por la 4T, quien ya le soltó a su verdugo favorito, a la Unidad de Inteligencia Financiera que comanda Santiago Nieto, encima”. Cito estas dos columnas por falta de espacio, pero hay bastante más.
No es mi intención, por ahora, refutar esos dichos, ni menos discutir racionalmente con un infame descerebrado como Luis Enrique Sánchez. Solo quiero asegurarle a la opinión pública que, en buena lógica y en estricto derecho, es imposible, subrayo: imposible, armar una acusación, siquiera coherente (no digo cierta) en contra de ningún líder antorchista, incluido el que esto escribe. Yo jamás he vendido gasolina; nunca he sido dueño de gasolinera alguna; nunca he manejado fondos públicos, ni cuotas sindicales, ni presupuestos o programas gubernamentales; jamás he abierto una cuenta a mi nombre ni he realizado transacción comercial o bancaria alguna. ¿Cómo habría podido lavar dinero o huachicolear? Y en el mismo caso, solo con pequeñas variantes, están los líderes poblanos del MAP y todos los líderes antorchistas del país. Por tanto, lo que pueda venir contra nosotros, lo digo desde ahora con todo énfasis, será una mentira descarada, una arbitrariedad sangrienta y una represión pura, brutal y simple, dictada por la necesidad de prestigio (o de “respeto”) del gobierno de la 4ª T, que busca perpetuarse en el poder incluso contra la voluntad popular. Nosotros no seremos víctimas pasivas de tales abusos. Nos defenderemos, dentro de la ley y en el marco del derecho, pero con todo lo que tengamos a nuestro alcance. Vale.