Jesús Yáñez Orozco
Ciudad de México.- Profunda desolación. Letales rayos solares taladran la entraña de un puñado de estoicos reporteros. Mediodía. Pasadas las 12:00 horas. No resuenan las campanas de la iglesia de San Judas Tadeo, para llamar a misa, a unos pasos del metro Hidalgo de la ciudad de México. Porque su sordo repiquetear sonaría a réquiem involuntario por el oficio más noble del mundo: hacer periodismo.
Este es el país que no está en guerra donde más comunicadores, que ejercen la libertad de expresión, son asesinados sobre la tierra.
Firmamento, huérfano de aves, preñado de nubes: algodones azucarados que dan ganas de morder.
Ruido incesante de autos y camiones. Patética, ensordecedora, sintonía de motores: interminable sierpe metálica. Serpentea enloquecida por calles y avenidas de esta ciudad irredenta: eterna madre. Involuntaria plañidera. Millones de fetos urbanos, a punto de ser abortados por su mortuoria matriz.
Contaminación, mortaja invisible.
Una docena de periodistas, hombres y mujeres –han llegado a más de un centenar en otros momentos– se dan cita en la plazoleta donde está el monumento a Francisco Zarco — destacado político, periodista, historiador mexicano, miembro del Congreso Constituyente de 1856 y un notable escritor liberal de la Reforma– para honrar la memoria de Manuel Buendía Tellezgirón.
Fue cobardemente asesinado hace 38 años, a menos de dos kilómetros de distancia de aquí: ejecutado por la espalda, cuando salía de sus oficinas en la Zona Rosa. Su cuerpo yacía, bajo una sábana blanca, sobre el carril de baja del arroyo vehicular. Un agente de tránsito, con la moto a un lado, despejaba la vialidad.
Y había dos motivos para borrarlo de la faz de la tierra: por sus investigaciones sobre el involucramiento de la CIA y el tráfico de drogas en México.
Y un tercero: sus trabajos sobre los temibles Tecos de la Universidad Autónoma de Guadalajara, de corte neonazi. Por eso, su deceso paralizó al país y acaparó la atención mundial. Su asesino fue Antonio Zorrilla Pérez quien encabezaba la rabiosa Dirección Federal de Seguridad (DFS).
Pervive la sospecha, casi cuatro décadas después, que el autor intelectual fue Manuel Bartlett Díaz, entonces secretario de Gobernación, actual director de la Comisión Federal de Electricidad.
Entre los asistentes prima agudo sentimiento contenido de orfandad, indefensión y desamparo decantados por la indiferencia y atomización gremial. Pálido ejemplo de por qué, sin misericordia, matan y hostigan reporteros. Alrededor del 70 por ciento de las agresiones se desgranan desde el poder.
Quedan, en una suerte de síndrome kafkiano, un turbio mar de impunidad, casi el 99 por ciento de los casos.
Con un sentimiento de desolación, 13 de los presentes realizan una fugaz guardia de honor, en memoria de Buendía. Dura un suspiro: menos de cinco minutos, para la foto que dé fe del acto. Traen el corazón atenazado de impotencia.
Si no se importan entre sí, menos a la sociedad civil. Cuando son cordón umbilical entre ésta y la información.
Irremisiblemente, los seguirán matando.
Porque el ejercicio del periodismo en México es cada vez más un acto suicida.
Sobre todo, por laxitud, acción u omisión del poder –federal estatal y municipal–: más de 60 reporteros asesinados en los que va del sexenio. De ellos, 11 de enero a mayo. Un promedio de casi dos por mes. Numeralia mortuoria, nunca antes vista.
Rogelio Hernández es defensor de derechos de reporteros hace varias décadas, premio nacional de periodismo y autor de un libro sobre Manuel Buendía, 45 años en el oficio.
Lamenta, contrito, que cada vez que se cumple un aniversario del autor de Red Privada, sea peor que el anterior para el gremio.
Y urge a un mayor acercamiento con el pueblo. Porque el periodismo es un importante bien social. Nunca, jamás, al servicio del poder.
Compara que hay países donde se comete un crimen contra un periodista hay una movilización social. Cita a Francia.
En México, reconoce, los reporteros “no son bien apreciados” social ni políticamente.
Así ocurre desde el crimen contra Buendía.
–¿Por qué tan poquitos? interroga un reportero
Responde enfundado en traje oscuro, camisa clara, sin corbata, zapatos negros, lentes de aumento cabalgando sobre su nariz:
–Apenas convocamos ayer.
Mientras habla, un helicóptero sobrevuela la zona. El ensordecedor ruido acalla sus palabras.
Luego de concluido el acto, se dirigen al Senado de la República. Van a reunirse con el senador Ricardo Monreal, del partido Morena, quien encabeza la Junta de Coordinación Política de ese órgano legislativo.
Desean entregar un documento, avalado por 115 firmas de hombres y mujeres que “ejercemos el periodismo profesionalmente” y proponen se formule un decreto que declare El Día Nacional de las Personas Periodistas el 30 de mayo de cada año.
Plantean en el escrito:
“Que en diversas leyes estatales y formulaciones de la Suprema Corte de Justicia de la Nación se reconoce que las personas periodistas realizan una actividad permanente que consiste en buscar, recibir, recabar, almacenar, generar, procesar, editar, comentar, opinar”.
Así como “difundir, publicar o proveer información a través de cualquier medio de difusión y comunicación que puede ser impreso, radioeléctrico, digital o imagen; función acreditada por su actividad cotidiana, experiencia, estudios o en su caso título para ejercer el periodismo profesionalmente”.
Sobre avenida Reforma y San Cosme, a unos metros del acceso al tren subterráneo, un solitario, casi fantasmal, puesto ambulante de olorosas garnachas penetra las fosas nasales entre los presentes. Estallido irremediable de glándulas salivales.
Tostadas de pata –con crema, queso, aguacate, jitomate, cebolla–, quesadillas –picadillo, flor de calabaza, sesos, champiñones–, pambazos… aderezadas de picosas salsa verde y roja.
Hay quienes afirman que la comida entra primero por los ojos.
Entre los presentes –varios de ellos con más de medio siglo en el oficio, relumbrantes hilos de plata en sus cabezas bajo el sol–, alguien hace circular un ejemplar del diario Independiente. Que dirige otro destacado columnista, ex reportero de la Revista Proceso.
Carlos Ramírez, su nombre.
Reproduce la columna Red Privada, de Buendía. Está fechada el 14 de mayo de 1984, 16 días antes de su artero crimen.
Destacan los cinco primeros párrafos, de casi cuatro cuartillas, espejo involuntario de la necia realidad actual:
“El procurador general de la República y el secretario de la Defensa no deberían ignorar por más tiempo la advertencia que hicieron desde marzo pasado nueve obispos del Pacífico Sur, respecto al significado político que puede tener el incremento del narcotráfico en nuestro país, específicamente en los estados de Chiapas y Oaxaca”.
…
“Los nueve dirigentes eclesiásticos coinciden con lo que saben otros observadores. Dicen que en este sucio negocio ‘existe la complicidad, directa o indirecta, de altos funcionarios públicos a nivel estatal y federal’”.
“Pero principalmente afirman que con el narcotráfico puede quedar comprometida la imagen de México en el exterior, ‘si como país damos cabida a mafias internacionales, que van a terminar por inmiscuirse en nuestros asuntos patrios’”
“Esto, el peligro de una ‘interferencia extranjera’, es subrayado por los obispos, que no hacen más que recoger las preocupaciones de los sectores sociales: ‘tenemos el temor, no infundado, de que en México llegue a suceder lo que en otros países hermanos, donde estas redes de narcotraficantes han llegado a tener influencia política decisiva”.
Ocurre que 38 años después hay quienes osan calificar de narcoEstado a la llamada Cuarta Transformación que encabeza el presidente López Obrador.
Con su lema de “abrazos no balazos” tiene un romance angelicalmente endemoniado con la delincuencia organizada.
Tiene simpatía por el narco, parafraseando una canción de los Rollings Stones.
Y, sí, es réquiem, martirologio, por los llamados “escribidores.