Jesús Yáñez Orozco
Ciudad de México, (BALÓN CUADRADO).- La noche del pasado martes –que sería de ensueño–, el lanzador sinaloense Julio Urías sólo necesitaba un strike más para culminar el triunfo que daría el campeonato a los Dodgers después de tres décadas. La tensión acostumbrada en el montículo era casi cinematográfica. De película de Alfred Hitchcok.
Tiró la pelota a 95 millas por hora y el bateador no pudo conectar.
Urías lanzó un grito que tenía atado al corazón. Después las piernas, como de chicle, cedieron. El pítcher estaba en cuclillas mientras el diamante se llenaba de sus compañeros. Todo era una justificada locura en el sexto juego de la Serie Mundial: habían vencido a Tampa Bay en cuatro de seis juegos.
En ese momento, en una ranchería llamada Las Higueritas de Culiacán, con menos de mil 500 habitantes, una familia lloraba de alegría y recordaba todo lo que ese joven de 24 años vivió para llegar a esa meta.
“Lloramos tanto”, dice don Carlos, padre de Julio Urías y quien apoyó siempre la ilusión de su hijo en el beisbol.
“Era una locura, empezaron a llegar parientes y amigos a felicitarnos; días después siguen pasando coches frente a la casa y nos tocan la bocina o nos gritan:
‘¡Viva Urías!’”, agrega divertido en declaraciones al diario La Jornada.
Unos días antes de esa consagración, Julio vivió un momento difícil cuando el entrenador Dave Roberts lo bajó del montículo y no le permitió llevarse la victoria en el juego cuatro de esa Serie Mundial.
Don Carlos estaba molesto. Pero sabía que era por el bien del equipo. Y sobre todo que su hijo estaba bien templado para enfrentar esa situación. Julio, lo sabía muy bien, estaba listo para la siguiente oportunidad.
“No tenemos por qué ocultarlo. Mi hijo creció con muchas limitaciones. Porque mi sueldo no alcanzaba”, confiesa sereno don Carlos.
Trabajaba como intendente en una escuela primaria de la localidad; y también, como su hijo, nació con un ojito malo. Pero eso nunca lo agüitó. Nunca lo hizo sentir menos o discapacitado. Siempre fue un niño muy valiente que encontró el modo de ser un buen lanzador.
Julio creció en esa pequeña comunidad en un ambiente muy sano. En el terreno donde vivía, su padre le construyó un montículo de tierra para que sintiera la experiencia de un pítcher desde la loma. Después de la escuela a la liga infantil y en los ratos libres a tirar pelota en el patio de la casa.
Esa era la rutina y el juego para el niño Urías.
La evolución fue lógica y Julio empezó a destacar. Formó parte de aquel representativo infantil de Sinaloa que ganó la medalla de oro en la Olimpiada Nacional de 2007. Una novena en la que coincidió con otros niños que al crecer serían ligamayoristas, como Roberto Osuna y José Luis Urquidy.
“Todavía era niño y lo invitaron a jugar en un torneo en Estados Unidos. Nos pagaron todos los gastos y por eso fuimos”, recuerda don Carlos.
“Llamó tanto la atención como lanzador, que al final todos lo rodeaban como a una estrella. Era puro niño gringuito y le pedían fotos y autógrafos. Quien se acuerde de ese momento se va a sonreír por lo que consiguió hace unos días».
Don Carlos asegura que lo único que ha cambiado en su vida es la dinámica cotidiana. Cuando caminan por la calle los detienen cada tanto para felicitarlos.
“Es como si Julio siempre hubiera sabido que llegaría este momento. Lo tenía tan claro desde niño”, apunta orgulloso.
“No tengo palabras para describir ese último out que dio el triunfo. Fue como una película. Y también ver cómo el presidente de la República felicitaba a mi hijo por el título. Todo fue como un sueño cumplido”.
(Foto cortesía de Jam Media)