Balón Cuadrado
Jesús Yáñez
Con la pesada losa de dos letales palabras, vergüenza y culpa, lápida del balón, acumulada durante décadas, dos exjugadores de Cruz Azul –en el dintel de la ancianidad– acudieron al domicilio de don Ignacio Trelles Campos, icono del futbol mexicano, antes de cumplir 100 años de edad y tres veces técnico mundialista de la selección nacional.
Como hijos arrepentidos, iban a confesarle lo inconfesable –carbones encendidos de oprobio sus cuerpos–, qué había sucedido en la final del torneo de liga 1980-1981 que perdieron contra Pumas.
En ese partido tenían una consigna abyecta.
En su casa de la colonia Tacubaya, cerca del metro Juanacatlán, cabeza gacha, ambos ex futbolistas caminaron lentos, contritos, el corazón agolpándose en sus pechos, entre el amplio jardín custodiado por dos pinos, enhiestos soldados verde hoja, en posición de firmes.
El ¡tum, tum! de sus corazones, resonaba en sus cienes.
Se dirigían a un simbólico cadalso que los abría de liberar.
Era un aciago día de verano en uno de los barrios más emblemáticos de la ciudad de México. No se sabe el qué año. El sol se alcanzaba a atisbar entre el cielo tachonado de algodones. Nubes, celestiales copos de nieve, que parecían derretirse bajo los candentes rayos del astro rey.
Los ex jugadores, al fin, se despojarían de la pesada losa marmórea que los sepultaba en vida.
Sentados en la sala de su casa, luego de franquear el porche, entre el mar de recuerdos donde navega la historia de don Nacho –con siete títulos de liga en torneos largos y mil 83 partidos dirigidos en primera división–, el mejor técnico en la historia del futbol mexicano, con su hija Lety y el perro Jaz, de testigos, uno de ellos soltó entre sollozos, anegado el rostro de lágrimas:
“Nos compraron para que Pumas ganara la final”.
Don Nacho sabía a qué se refería.
Nunca dijeron quién ni cómo.
Porque nadie preguntó.
Era irrelevante.
Secretó que quedaría guardado bajo siete llaves.
Lety miraba atónita, incrédula, la escena, que acompañó los lacónicos ladridos del diminuto y peludo Jaz. Sonaban a música fúnebre.
Fugaz minuto de mortuorio silencio. Que se eternizó. Caía lento, tortuoso. Como la arena del reloj.
Afuera silbó, macabro, un fugaz viento que venía del norte. Y se perdió en la nada.
Acostumbrado a los sinsabores de la vida, Don Nacho, impertérrito, tempano de hielo su cuerpo. Impasible el rostro. Fría la encendida mirada.
Nada dijo.
Se levantó apoyado en su andadera de aluminio –moriría a los 103 años, el 24 de marzo pasado—y los abrazó, perdonándolos, como bíblico patriarca, a los dos ex deportistas. Albo penacho sus cabelleras.
Quizá nadie de los presentes en aquella reunión sabía qué subyacía en esa dolorosa verdad.
Era esta:
Luego del éxito televisivo que resultó la transmisión del II Campeonato Panamericano de Futbol en 1956, vía Telesistema Mexicano –ahora Televisa–, propiedad de la dinastía Azcárraga –Vidaurreta, Milmo y Jean–, ya adivinaba el jugoso negocio del futbol y, también una forma de eficaz control social.
Esa Famiglia –que nada pide a los Corleone sicilianos– comenzaba a ser una de las aristas de los poderes fácticos.
Además de verdadera mafia de la pelota hace más de 60 años.
Poco a poco ejercería un férreo control sobre el balompié nacional –como hace a la fecha–. Sobre todo, a partir de la participación de México en el mundial de Chile 1962, cuando hizo la primera transmisión del torneo de FIFA desde sus pantallas.
Y que ratificó con la organización que encabezó del mundial de México 1970. Repitió en 1986 y lo hará en la Copa del Mundo 2026, con Estados Unidos y Canadá.
Omnímodo su poder desde la pantalla chica.
Balón, opio en UNAM
El balón rueda donde la familia Azcárraga quiere.
En el marco de la final de 1980-1981 había ocurrido una prolongada huelga académica en la UNAM, influenciada por el Partido Comunista Mexicano. Entonces la rectoría estaba a cargo de Guillermo Soberón Acevedo –quien en 1977 había entregado a los Pumas a la iniciativa privada, con figura de patronato–, con un falaz pretexto:
Se pagaban salarios onerosos de casi 20 mil pesos mensuales a los jugadores o se compraba microscopios para investigación.
Todo comenzó cuando, en la Universidad Nacional, el 7 de julio de 1977, una huelga de 19 mil trabajadores –algunos con la hoz y el martillo dibujados en el corazón y el pensamiento–, fue rota, con intencional, rabiosa, violencia, por miles de policías.
Un millar de trabajadores fueron encarcelados y varios de sus dirigentes consignados penalmente.
Y donde el futbol tendría una participación medular.
La intervención de la policía para romper la huelga sindical fue solicitada por Soberón Acevedo y autorizada por el presidente José López Portillo, violentando la autonomía universitaria.
Pero no importaba.
Había que eliminar todo tufillo a socialismo y comunismo en el país con los oscuros vientos de la represión. Como en la matanza de 1968 y el halconazo de 1971.
Los funcionarios de la UNAM veían en aquella huelga una amenaza a su autoridad y se resistían a admitir la existencia de un sindicato fuerte, integrado por profesores y trabajadores administrativos, independiente del rabioso control del PRI-gobierno.
El gobierno federal, a su vez, había visto en esa huelga un desafío político, describe Raúl Trejo Delarbre, académico universitario, en un texto publicado en el diario La Crónica, el 7 de julio de 2002, titulado Verano Caliente: huelga y represión en 1977.
Tanto el doctor Soberón como el presidente López Portillo exageraron en sus apreciaciones sobre aquel movimiento. En vez de buscar una conciliación, el entonces rector buscó una ruta de colisión que condujo a la intervención policiaca.
El gobierno compartió esa estrategia y aunque dijera que lo hacía a su pesar, López Portillo se decantó por el empleo de la fuerza contra los trabajadores universitarios.
Las posiciones del sindicato y del rector se polarizaron conforme la huelga se prolongaba. A favor de las autoridades universitarias se alineaban grupos conservadores de dentro y fuera de la UNAM y, paulatinamente, el aparato político.
Televisa, en una labor de esquirolaje –como haría en 1999-2000 cuando se creó el Consejo Estudiantil Universitario (CEU), donde participó Martí Batres, senador del partido Morena–, ofreció espacios para transmitir clases extramuros por televisión.
Proyecto que no tenía calidad didáctica aunque sí intensos propósitos propagandísticos, critica Delarbre en su artículo. Incluso, el comité nacional del PRI se manifestó contra la huelga.
En ese contexto, para legitimar el poder institucional, UNAM-Gobierno, la dinastía Azcárraga, con el control absoluto del futbol, echó a andar su poderosa maquinaria para hacer campeones a los Pumas.
Fue un 4-2, marcador global, curiosamente, sobre Cruz Azul, que buscaba el tricampeonato de la sabia mano de Don Nacho Trelles. Ocurrió, como ya se vio, en la temporada 1980-1981, con la compra directa o indirecta de aquellos dos jugadores de Cruz Azul.
Aparecería el quién los había comprado, directa o indirectamente:
La dinastía Azcárraga.
Infausta historia.
A punto de repetirse.
Todo está «planchado» –como se dice en la política mexicana–, desde las oficinas de Emilio Azcárraga Jean, para que así sea.
Basta echar una fugaz mirada cómo, impensable para propios y extraños, los llamados gatitos, revirtieron el marcador adverso de 4-0. Ahora, jueves y viernes, disputarán la final al León.
El ignominioso verbo cruzazulear en su versión más abyecta.
Urge que Pumas sean campeones.
¿Por qué?
Sobre todo, porque AMLO, egresado de la UNAM, simpatizante del llamado “equipo universitario”, cada vez más, tiene menos simpatías populares. De 80% de aprobación con que llegó al poder hace dos años, descendió a casi 60%. Disminución que representa, según analistas políticos, alrededor de 10 millones de votos.
Amén de los más de 110 mil decesos por covid 19, que hacen a México uno de los países más letales en el mundo por este flagelo y el impensable decremento económico al final del presente año: menos 10 por ciento.
Y también porque Claudia Sheinbaum, jefa del gobierno de la ciudad de México, es destacada integrantes de la Máxima Casa de Estudios, aficionada del equipo auriazul.
La labor de Televisa, como eficaz telepatria, es legitimar al presidente de la República en el poder en turno.
Será un sexenio negro al que urge maquillar con el balón.
Como la dinastía Azcárraga hizo con el PRIAN.
Y lo hará, de nuevo, desde la cancha, con la Cuarta Transformación, a la negra sombra del poder.
Para iluminarla.
Ojalá, León me calle la boca.