Por: Iván Lópezgallo
Pobre pueblo: sin poderte hacer rico no te quieren dejar pobre y te hacen miserable.
Ignacio Ramírez
Las grandes batallas no se han dado únicamente en el campo militar, sino también en el de las ideas y prueba de ello es la Historia del Congreso Extraordinario Constituyente de 1856 y 1857 del periodista Francisco Zarco, quien fue diputado y estuvo presente en sus acalorados debates.
Dos décadas antes de este congreso, otro futuro diputado constituyente escandalizó a gran parte de la sociedad de su época, aunque se ganó la admiración de las mentes más brillantes de su generación. Aún no cumplía 20 años y, de acuerdo con Hilarión Frías y Soto, presentaba:
(Fotografía Buzos de la Noticia)
Un aspecto sombrío, de rostro prolongado cuyo color oscuro tenía los reflejos verdosos del bronce, por la infiltración biliosa, mirada de fuego y pómulos prominentes, que denunciaban su linaje, un auténtico noble azteca, labio grueso que se plegaba por una sonrisa burlona y sarcástica; sus ojos centelleaban con pupilas brillantes de inteligencia.
Nació el 22 de junio de 1818 en San Miguel el Grande,[1] siendo sus padres Sinforosa Calzada y Lino Ramírez, ambos indígenas. Don Lino, escribió el inmortal Carlos Monsiváis, “es liberal y partidario de Valentín Gómez Farías,[2] y su hijo comparte muy pronto sus ideas”. Tanto que llegó el momento en el que, cuando caminaba por la calle, “el vulgo, es decir, la mayoría de la nación, sobre todo el clero y las clases acomodadas, en su fanática gasmoñería,[3] con temor veían cruzar a aquel joven sombrío y meditabundo”.
—Ese hombre viene del infierno —decían algunos, mientras que otros cruzaban la calle y le gritaban desde la acera opuesta.
—¡Masón!
—¡Impío!
—¡Jacobino!
—¡Hereje!
Con el tiempo, Juan Ignacio Paulino Ramírez Calzada fue conocido como El Voltaire mexicano y El Apostol de la Reforma, pero también como El Nigromante, seudónimo que para Monsiváis “anticipa adecuadamente el pavor, el ánimo supersticioso, el odio y el «crujir de dientes» con que Ramírez es comtemplado por la sociedad”.
La lluviosa tarde del martes 18 de octubre de 1836, Ignacio Ramírez entró al antiguo Colegio de San Juán de Letrán y se dirigió al espacio en que sesionaba la Academia de Letrán, fundada por José María Lacunza, su hermano Juan, Manuel Tonat Ferrer y Guillermo Prieto, que se volvió famosa por el impulso que dio a los estudios literarios, “vistos hasta entonces con verdadero desdén” y en la que, de acuerdo con Guillermo Prieto: “se dictó como ley fundamental, no escrita que el que aspirase a ser socio presentara una composición en prosa o en verso”, que debería ser discutida por los miembros presentes. De su calidad dependía su aceptación.
Sesionaba la academia el día en cuestión y, después de oscurecer, notaron los tertulianos que en la puerta estaba “un bulto inmóvil y silencioso, que parecía como que esperaba una voz para penetrar a nuestro recinto”, según escribió Guillermo Prieto años después.
—Qué mandaba usted? —le preguntó Andrés Quintana Roo, celebérrimo personaje por su participación en la lucha de independencia y presidente vitalicio de la agrupación.
—Deseo leer una composición para que ustedes decidan si puedo pertenecer a esta academia —respondió.
Quintana Roo lo invitó a sentarse junto a él y todos guardaron silencio mientras el aspirante acomodaba un montón de papeles “de todos tamaños y colores”. Cuando estuvo listo, leyó con voz firme el título de su duscurso:
—No hay Dios. Los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismo.
—No lo escuché, ¿qué dijo usted? —le preguntó Quintana.
Ramírez se lo repitió y empezó la apoteosis, ya que de acuerdo con Prieto:
El estallido inesperado de una bomba, la aparición de un monstruo, el derrumbe estrepitoso del techo, no hubieran producido mayor conmoción.
Se levantó un clamor rabioso que se disolvió en altercados y disputas.
Ramírez veía todo aquello con despreciativa inmovilidad.
El señor Iturralde, rector del colegio, dijo:
—Yo no puedo permitir que aquí se lea eso; este es un establecimiento de educación.
Y el señor Tornel, ministro:
—Este es un cuarto en el que todos somos mayores de edad.
—Que se ponga a votación si se lee o no, dijo Munguía.
—Yo no presido donde hay mordaza —dijo Quintana, levantándose de su asiento.
Iturralde:
—No se hará aquí esa lectura.
Tornel:
—Se hará aquí o en la Universidad.
—O en mi casa —dijo don Fernando Agreda, que asistía como aficionado.
Cardoso:
—Señor doctor, no le ha de costar a Dios la silla pre-sidencial esa lectura…
—Eso será un voborero de blasfemias.
—¡Triste reunión de literatos —exclamó el padre Guevara—, la que se convierte en reunión de aduaneros, que declaran contrabando el pensamiento; y triste Dios y triste religión, los que tiemblan delante de ese montón de papeles, bien o mal escritos!
—Que hable Ramírez.
—Que sí… que no… ¡Qué hable! ¡que hable!
Y al final habló, provocando expresiones de horror que se mezclaban con la de admiración y aprobación, ya que:
Empezó el candidato a desenvolver en su disertación una teoría enteramente nueva y osada y de tal manera cumplió su cometido que los viejos de la Academia a pesar del escándalo mayúsculo que había dado el atrevido orador, al cuncluír este de hablar se pusieron en pie y lo felicitaron, habiendo añadido uno de los Lacunza: —Voltaire no hubiera hablado mejor sobre el asunto.
Sobra decir que no solo lo aceptaron en la Academia de Letrán, sino que fue uno de sus miembros más eminentes.
Referencias:
Arellano, Emilio (2016). Guillermo Prieto. Crónicas tardías del Siglo XIX en México. México: Planeta.
Arellano, Emilio (2009). Ignacio Ramírez, El Nogromante. Memorias prohibidas. México: Planeta
Prieto, Guillermo (2004). Memorias de mis tiempos. México: Editorial Porrúa.
Monsiváis, Carlos (2006). Las herencias ocultas. México: Editorial Debate.
Ríos, Enrique de los (director) (1890). Liberales ilustres mexicanos. De la Reforma y la Intervención. México: Daniel Cabrera, editor.
Zarco, Francisco (1901). Historia del Congreso Extraordinario Constituyente de 1856 y 1857 Tomo IV. México: Talleres de la Ciencia Jurídica.
[1] Hoy San Miguel de Allende, Guanajuato.
[2] A quien los conservadores apodaron Gómez Furias.
[3] Sinónimo de mojigatería. Fingir devoción o escrúpulos.